En las Ordenanzas
de 1518, se imponían penas a los autores de robos y hurtos. El rigor con
que se castigaban los delitos contra la propiedad nos da la medida del respeto
que sentían por la misma y hasta nos hacen suponer que las trasgresiones fueran
poco frecuentes.
Para los primerizos la
pena establecía:
Ser sacado con una
soga al pescuezo y las manos atadas y encima de un asno, y el pregonero detrás
diciendo y pregonando el tal hurto y diciendo a publica voz que tal es la
justicia.
No es de suponer que después
de tal castigo se atreviese nadie a reincidir, pero si alguno lo hacía, volvía de
nuevo a recorrer las calles, jinete en el burro de la vergüenza y después de la
excursión recibía en medio de la plaza cien azotes que eran contados a coro
por el vecindario que los presenciaba.
Y si a pesar de tanta
severidad osaba alguno reincidir, entonces además del paseo a la jineta y de
los azotes, le cortaban las orejas para perpetuar el escarmiento.
MARIANO
C.G.
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