Por esas fechas, me dieron la primera
paga: dos pesetas; me llegaba para algo más que un “Jaimito” comprado en el
kiosko de Merche -era mi preferido-, de madera pintada de verde; que estaba
junto a la segunda ermita de San Roque, de paredes blancas, en la parte alta de
El Ojillo, donde, se hacía la romería del 16 de agosto.
También, para gastar, tenía el kiosko de
Sofi, junto a la parada de los autobuses de Gallarta, y la tiendita de
Severino, “Seve”, que por aquél entonces tenía un Biscúter, al que seguiría un
Isetta, un “huevo”. Y otros coches, siempre pequeños y especiales.
Algo hubo con tal Lumumba, que le
hacíamos música “pumba, tumba, rumba, lumumba” con ritmo de tambor y que, al
parecer, era quien mandaba en el Congo.
Recuerdo a la tía Nieves, cuñada de la
abuela Martina, que llegaba, como cada año, para asistir a misa en Begoña el
día 15 de agosto. Recuerdo, también, los fuegos artificiales desde el campo de
la iglesia y las vaquillas de San Roque al día siguiente.
Ese verano, alguien entre nuestros
padres, fue al cine a ver Las novias de
Drácula y nos metía miedo contándola, por eso cuando fui a ver Bambi, mi primera película, tomé la
experiencia con cierta distancia, no fuera que me mordieran en el cuello.
El año anterior, habían suspendido el
servicio del tranvía y en la parte baja de la calle, en la plaza de El Cristo,
se situó un guardia con casco blanco brillante, tipo salacot, regulando el
tráfico de personas y vehículos.
El Metro y el Kilómetro, qué nombres,
eran bares de txiquiteo y los vasos de culo alto se llenaban en fila, con una
cafetera de chapa esmaltada a veces en rojo, como las cazuelas, a veces en
blanco, como las palanganas, que se rellenaba cada poco directamente desde
odres de piel, situados tras los taberneros.
Lo veíamos desde la ventana. Ese y ver
la descarga de los “pellejos” ó del carbón, eran algunos de nuestros
entretenimientos.
El patio de delante de casa era un lugar
reservado para juegos; no era fácil que mamá nos dejara jugar allí, supongo que
por los cristales, pero puedo suponer que más era para no molestar a las
Carcedo, las del piso de arriba, gente poco amable, cuyo mayor insulto era
llamar “coreano” a los “de fuera”. Y eso en ellas, que eran de origen
asturiano,…
Como la calle era nuestra, los juegos
eran de eso, de calle. Todos. A casa íbamos a comer, a por la merienda y a
dormir. Y, como juego de calle, la guerra de piedras también estuvo presente
ese año, ya fuera contra los de la calle del General Mola (Correos), como los
del 18 de Julio (Araba) ó contra los “gitanillos”, así designábamos a la prole
de varias familias que vivían en el talud del depósito de agua, con cuyas
piedras habían construido unas viviendas absolutamente provisionales, y que,
poco tiempo después dejarían para ir a vivir a los pisos que promocionó el
ayuntamiento (el Grupo G. Riestra).
Mi calle, El Ojillo, era tan calle que
era campo. Hasta ese año, no estuvo bien asfaltada. La parte alta, por
entonces, todavía era un espacio abierto, un lugar de huertos. Las manzanas
entre la calle Carlos VII y el Ojillo, lo que corresponde ahora con la calle
Nafarroa, eran varias fincas y, en la de la parte más alta, junto a la ermita,
ese verano, se instaló un circo durante unos días. Era el Circo Panamá, donde
asistí a mi primera tarde de circo. (No he encontrado referencias. Ahora es el
nombre de un programa satírico de la TV de ese país.)
Continuará …
Martintxu
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