En la época a que me refiero, los mástiles en forma de
cruces indicaban la ruta de la muerte, los barcos semejaban yacentes
esqueletos.
La barra era movible, silenciosa, succionadora como un pulpo
gigantesco, cambiaba de lugar, gobernada por la mano de una deidad implacable.
En la baliza del piloto mayor -ignominiosamente
desaparecida- ondeaba a menudo la negra bandera de los piratas, el estandarte
de la muerte.
Un día de tormenta, apareció en el horizonte la silueta de
un bergantín a todo trapo, blanco, armonioso como un templo griego, diríamos un
exvoto de la mar.
La resaca lo lanzó contra el Muelle, y tumbado de estribor
asomaba el bauprés sobre el pretil.
Este Adonis de la mar, llevaba de mascarón de proa, una
sirena.
Era yo muy niño, e ignoraba lo que era una sirena.
Estaba desnuda de medio cuerpo para arriba y tan blanca como
la alubia; pero llamó mi atención, aún más, la otra mitad que tenía la forma de
pez de color de cobalto.
Yo me imaginaba que era una mujer, y que así eran todas las
mujeres.
Pero aún más me admiraron sus ojos azules. ¡Qué bellos!,
eran del color del cielo, parecían de cristal, tal vez lo fuesen, los ángeles
seguramente cuando encarnan, tienen esos ojos.
Y he aquí, que me enamoré de la sirena; y en mi amor
infantil la supuse viva.
La primera emoción misteriosa, recóndita, incoercible y
sexual, a ella se la debo; y ahora pienso que todos los niños llevan una mujer
de ojos azules dormida en el corazón.
Recuerdo que me solía colocar frente a ella, sentado en el
pretil, buscando sus ojos que miraban al infinito como los tuberculosos y los
muertos.
En vez de ir a la escuela, me escapaba sigilosamente y como
si cometiese una acción inconfesable, iba yo sólo, sin testigos, con ese
secreto que forma luego lo subconsciente, volviendo la cabeza ante el temor de
que el viento sorprendiera mi secreto.
Y permanecía sentado en el pretil contemplándola.
Una vez con mi mano temblorosa intenté tocarla, y enseguida
retrocedí ante su mirada enigmática, inmutable, sonriente y fatal.
Y un día desapareció.
¡Qué profunda mi primera tristeza no poder despedirme de mi
sirena, marcharse sin decirme adiós...
La dramática emoción me duró largo tiempo.
Solía yo mirar al horizonte, allá donde la mar y el cielo se
aman, esperando el retorno de mi sirena.
Algunas noches me sorprendió el llanto, pensando que podría
haberse ahogado.
Hubo día que me bañé en la playa, tan sólo por ver si ella
pasaría jugando con los delfines hasta dejarse tocar con mis manos.
Todo fue inútil.
Poco a poco, el recuerdo se fue esfumando en la bruma de mi
infancia, y hoy, vuelve imperioso a fascinarme, ahora que las canas me han
enseñado a soñar, a esperar y a perdonar.
Y volverá, estoy seguro.
Ella fue mi primer amor y quiera Dios que sea el último, que
es el mejor...
ADOLFO DE LARRAÑAGA
(1876-1961)
Un gran poeta.
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