Con esta foto de la gente del Ojillo a principios de los años 50, continuamos con los recuerdos de esa calle de Félix Hernández.
El Ojillo tenía sus tipos populares. En el nº 1 vivía el bien portado Laureano, hombre de clavel rojo, escribano del Ayuntamiento, gran aficionado a los toros y asiduo al bar Vicente.
Mariano del Pozo, fiel cumplidor de su droguería, que a precisión de cronómetro abría y cerraba su persiana todos los días, hombre de bata blanca que supo vivir este mundo con bondad y dejar huella de su existencia. Influyente y monárquico, nunca dio malos informes de vecinos perseguidos u oprimidos.
Galeana, bombero, enterrador y limpiachimeneas, hombre trabajador y dispuesto a todo, que despertaba al barrio el día de San Roque con sus estrepitosos cohetes.
Gorgonio, hombre del blusón azul, dueño del bar frente a las monjas, que vendía más en un solo día de San Roque o San Roquillo que todo el resto del año.
Málaga, barbero silencioso, verdadera armónica viviente que con su silbar armonioso recorría los bares de la Villa.
De todas las casas del Ojillo, fue sin duda el nº 13, la que albergó la mayor y más nutrida representación humana; fue un hervidero de gentes, todo un parlamento de la vida cotidiana. En este teatrillo de variedades, el actor principal fue Perrote y la vedette su hija Paqui, que era toda una hembra atractiva y desafiante, que no se libraba nunca de piropos y miradas indiscretas.
En esta casa, que siempre olía a exceso de habitabilidad, los bajos también eran viviendas y en el reducido portal, obraba un zapatero artesano, que era el animador de tertulias y el eco de noticias callejeras. Perrote era el vecino más popular, un tipo cómico-malhumorado, que todos los atardeceres regresaba a casa con media castaña y, escorado de beber, era cuando las pandillas de chavales le hacían rabiar; junto a Perrote vivían otras familias numerosas como: Los Barrios (Angel, Elías, Gabriel, el Negus, etc.); Pajares (Félix, Floren, etc.); Regina la sardinera, cuyas hijas menores Consuelo y Agapi, representaron una ideal casta femenina, nadie se atrevía a tomarlas el pelo, fueron dos mujeres de temple y coraje que nunca se acobardaron ante la pobreza e infortunio, todo un ejemplo de dignidad; Mari Flor la hermana de los fruteros; Fuensanta, la romántica y delicada novia, que hacia esperar horas a su amor acotado sobre las paredes de los Aromas; Rosa y sus hijos, entre ellos, Alfredo Bilbao, un joven divertido que no se privaba del alterne diario por los bares de Zamorilla, Minuto, Metro y Areso. En los bajos de la casa vivían, Eusebia de Novella, una auténtica etxekoandre, que siempre esperaba el retorno de los suyos, sentada en la acera haciendo punto; en otra mano Uvi Ortega, Miguelín y su hermana la monja vivían con su madre Eugenia, que siempre la vimos de luto soportando alguna pena inolvidable o drama familiar.
También en la casa nº 11 recordamos a la abuela Dorotea de Perrochico y a los Manzanares; a la misteriosa maestra “Filo-Tricornio”; a Emilita y Carmenchu Tejada, dos hermanas muy ordenadas que nos brindaron su buena amistad. En las lonjas se movían los Sirimiri y Pepa la carbonera; ésta tenía una burra, que estaba picada con el burro de Margaritetxu Aroma, la de la aldea de Lejona. Esta pareja de asnos cuando se encontraban, se ponían furiosos y era tal su frenesí, que nos daban un espectáculo circense.
Había en la calle otros tipos muy singulares como: Pilar la coja, Zoila y su hijo Andresito, de refinados modales, el bar de Gilda con su hija Evangelina y Alberto, la tienda de Florines, Trasviña, Alfonso Durán y otros muchos que algunos hemos olvidado por el tiempo.
Viví durante los primeros 20 años de mi vida en el número 13 del Ojillo. Fui testigo de la "fauna" humana que allí habitaba. Llegué a conocer el obrador de zapatos de la planta baja, pero reconvertido en modesto estudio de pintura de su propietario, que acabó su vida en extrañas circunstancias. En fin, podría contar muchas historias
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