Qué gusto daba ver en aquella época de 1746 las peñas limpias y verdes, con algas y abundantes magurios (que no caracolillos) y mojijones, lapas y ostras. Era un placer observar entre sus huecos y rendijas el pasear esquinado de los velludos mientras, en los agujeros más o menos profundos, nadaban lentamente entre dos aguas las sencillas y ricas kiskillas, y más abajo lo hacían los importantes y riquísimos kiskillones, y allá en el fondo se adivinaba el bullir de las nécoras con el pelo bien peinado con sus nadadoras patas traseras. En las puntas y grietas de las rocas más salientes, donde la mar golpeaba con fuerza oxigenando el agua, crecían los bravos y sabrosos percebes. ¡Igualito que este año de 1969!
En aquel tiempo de hace dos siglos y cuarto el marisco no era tan apreciado como lo es ahora ¡lo que se perdían nuestros antepasados! Y GORRINGO y su abuelo lo cogían o pescaban para media docena de ricos armadores y comerciantes que tenían paladar refinado. Cuando lograban una buena cosecha marisquera, y ello ocurría siempre que la mar bajaba lo suficiente, vendían lo mejor de sus costeras a aquellos sibaritas y volvían a casa contentos y satisfechos con los cuatro cuartos recibidos a cambio de sus abundantes, frescos y riquísimos mariscos.
Y una noche ocurrió que Martín, mejor dicho GORRINGO, tuvo un sueño en el cual vio que los años pasaban tan velozmente, que de 1746 había llegado a 1970 en un momento. Y sin saber cómo ni por qué se hallaba dentro de un establecimiento raro y elegante, donde una gente singular, que vestía de forma extraña, y no parecía darse cuenta de su anacrónica presencia, se entretenía comiendo marisco y bebiendo vinos en vasos altos y finos. Observando con curiosidad lo que ocurría vio que a la hora de pagar lo que comían, cada nécora costaba, más bien cobraban, diez duros. Una ración de dos docenas y media de percebes pagaban treinta duros. Una docena de ostras cobraban ¡San Roque bendito! cuarenta y cuatro duros. Y él, acostumbrado a percibir pocas monedas de cobre a cambio de todo su marisco, recibió tal impresión que se despertó. Suerte tuvo el pobrecillo porque si llega a ver lo que costaba un centollo, es probable que hubiera muerto de un síncope.
Y ya desvelado, GORRINGO imaginó lo estupendo que sería poder trasladar el marisco, que él y su abuelo cogían, a la época que vio en sueños. Y pensando en el duro que recibiría por cada percebe que atrapara, volvió a dormirse. Y otra vez soñó con 1.970, y vio una Ría y un Abra tan diferentes a lo que siempre había visto, que mucho le costó reconocerlo como cosa suya. Y lo que más le extrañó no fueron los rompeolas, ni el puente de hierro, ni los barcos de acero, ni 1as fábricas o las grandes construcciones de las orillas, lo que de verdad le impresionó fue ver lo sucias, puercas y malolientes que estaban las aguas. Y al observar que el siempre abundante marisco había desaparecido totalmente, se llevó un susto tan grande que despertó sobresaltado, tembloroso y sin ganas de intentar dormir de nuevo (por si tornaban sueños tan desagradables y desastrosos para su economía familiar, que era como decir para su vida y la de los suyos) se vistió a toda prisa y callandito para no despertar al abuelo, que plácidamente dormía a su lado, salió de casa y corriendo por los rebollos abajo, de lo que hoy es Coscojales, llegó hasta la orilla de la Ría. La brisa que acarició su cara le dijo que las limpias aguas olían a mar y el Sol que ya asomaba entre los montes de Leioa le mostró que Ría y Abra no tenían largos muelles, ni puente, ni raras construcciones y que las peñas sin manto de grasa negra estaban como Dios las hizo: llenas de algas y retorcidos magurios entre los cuales corrían rojizos gorringos.
Martín Urcullo meditó sobre lo que vio en el ensueño de la noche y en la realidad del día y decidió, sin vacilaciones ni dudas, que prefería el gozo de ver su Ría como siempre la había visto, aunque tuviera que recibir céntimos por toda su pesca, que el dolor de sufrir un Abra negro, apestoso y estéril, a cambio de recibir un duro por cada percebe que vendiera.
Martín Urcullo era un niño, pero también era todo un Señor.
Amigo GORRINGO ¡cuánto me hubiera gustado vivir en tu época para jugar contigo por las empedradas calles de la Villa e ir juntos a pescar en tu bote… y chapotear y correr por las orillas tras los carramarros, que rápidos se esconden bajo las piedras, y sacar de la arena txirlas (que no almejas) en las playas largas y anchas, doradas y rumorosas de la casi desierta desembocadura de aquella RIA que ya fue, que ya no es y que ya no será, porque ya la perdimos para siempre!
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