Con esta conocida foto de los años 20 del siglo pasado al comienzo del Ojillo, coloreada por Javier García damos entrada a uno de los recuerdos del Juan Fermín Lopez Markaida.
Era por la época del lanzamiento al espacio exterior del
primer satélite ruso SPUTNIK, el año 1957, al que le siguió un mes después el
SPUTNIK 2 con la perrita Laika que orbitó la tierra, y el lanzamiento posterior
del cosmonauta Gagarin (1961).
Estos acontecimientos marcaron a algunos de los chicuelos de
entonces, bien por lo novedoso o por efecto imitación, dándoles por hacer
pequeñas experiencias caseras como juegos de supuestos cohetes espaciales, que
su imaginario infantil creaba a raudales.
Ya se había dado un caso trágico con un chaval que creo que
vivía en el nº 2 de la calle Correos, Agustín Muniz, cuya madre viuda se casó
con el viudo Sierra, empleado de AHV. Le gustaba experimentar con sustancias
químicas diversas y artilugios varios, y en una ocasión le explotó uno de sus
experimentos y perdió la mano entera del brazo izquierdo.
Nosotros empezamos haciendo unos cohetes más simples.
Cogíamos varios fósforos de cera, cuatro concretamente, los poníamos erguidos
juntando sus cabezas, con tres de ellos haciendo trípode abriéndolos un poco y
el cuarto dejándolo en medio. Se forraban las cuatro cabezas con papel que
llamábamos de plata, de las cajas de los bombones de chocolate, de las
golosinas, caramelos y demás, eso sí bien prietas, muy envueltas una por una y
luego las cuatro cabezas juntas.
A continuación se prendía fuego con chisquero a la cerilla
que estaba en medio y cuando la llama llegaba al papel plateado el conjunto
salía disparado, a veces hacia arriba, otras en cualquier dirección e incluso
en ninguna, saliendo una hermosa llamarada y permaneciendo estática. Pero la
ilusión que se ponía en la confección y en la posibilidad de que ascendiera
emulando un cohete era mayor que la pequeña decepción de que no lo hiciera.
Superado este estadio del juego, entretenimiento, se ponía
la mente a escudriñar una posibilidad más ambiciosa y por ende con una gran o
mediana carga de peligro, que no era capaz de vislumbrar nuestro asenso.
Consistía esta vez en agenciar un tubo de hojalata o
similar, hueco por dentro, cerrado por un extremo y abierto por el otro, de
cartón duro nos valía también. Una vez conseguido se metían trapos viejos o
papel de periódico muy apretado, echando antes una mezcla de azufre en polvo,
que yo como vinatero los azufrines podía conseguir sin dificultad, de pajuelas
o alguaquidas por empajolar o azufrar a los pipotes de madera para
desinfectarlos, los machacábamos a tope conmixto con carbón vegetal que no
faltaba en las carboneras de las cocinas de nuestras casas que tenían chapa
económica, lo triturábamos hasta hacerlo polvoriento, le añadíamos potasa que
adquiríamos en la botica de Miguel Arnaez Capellan o en Aniel Quiroga en la
plazuela del Cristo. Lo vendían en una cajita de cartón como las cajas de
mixtos de las cerillas, pastillas molturadas que pegábamos hasta convertirlas
en polvo, juntábamos los tres materiales, los mezclábamos adecuadamente y
dentro del tubo metíamos luego estopa, lo prensábamos fuerte todo bien
entestecido clave, poníamos algo cónico en punta, lo sujetábamos con
esparadrapo, entapujábamos el cono puntiagudo con papeles brillantes que
pegábamos, procedíamos a mechar poner pábilo de infiernillo, candil quinqué impregnado
de alcohol que se cogía del botiquín de casa, con un buril se hacía un agujero
en la base del tubo por donde introducíamos dicha cinta o cuerda hecha de
filamentos combustibles del mechero o de un velón le añadíamos al conjunto
cuatro palos (patas), se daba fuego a la mecha y nos íbamos a esconder.
Así en algunas ocasiones conseguíamos que aquel aprendiz de
cohete saliera disparado o reventara allí mismo sin más.
Cosa de chiquillos que me hace sonreír al recordarlos.
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