Los
chavales del Ojillo de los años de posguerra, recordamos algunas batallas de
piedras con nuestros vecinos y que llamábamos “pedradeo”.
Juan
Antonio de Zunzunegui, que nació en 1900, en sus Recuerdos y relatos de infancia y mocedad, nos relata también como
los “chavales del pueblo iban de pedradeo
contra los de Santurce, porque aquellos habían tenido la desfachatez de hacer
unos comentarios ofensivos tras una regatas”. La batalla la recuerda en los
límites de Campo Grande en el caminito que entonces unía los dos pueblos por el
acantilado.
Hoy
encontramos en el libro de José Ignacio Salazar Arechalde, Adolfo de Larrañaga. El agua silenciosa. Poeta, Portugalujo, Exiliado,
que nuestro poeta, nacido en 1877, también las recordaba pero con el nombre de “pedreas”.
El libro que se presentará en el Centro Cultural Santa Clara el miércoles día 19, lo recoge entre los recuerdos de infancia publicados en 1933 en el periódico Excelsius, y en el que dice:
Las
diferencias vecinas de pueblo a pueblo se solucionaban a pedradas.
Nosotros
firmamos un núcleo, el mas extenso posible, con su capitán a la cabeza. La
táctica militar no nos era del todo desconocida sobre todo la de los partos,
celebres guerreros que peleaban huyendo.
En
nuestra retirada íbamos lanzando piedras redondas como pelotas, ocultos en
muros y trincheras improvisadas en las ondulaciones naturales del terreno.
Recuerdo
que un día salimos de casa con la cartera llena de piedras, y en vez de irnos a
la escuela, nos fuimos a la carretera de Santurce, donde nos esperaban ya
nuestros taimados rivales, mas estrategas que nosotros, pero que usaban las
malas artes del pérfido Cimón contra el gran Diomedes de la Ilíada.
El
teatro de la batalla era a campo raso para huir a campo traviesa.
Generalmente
nos increpábamos antes para enardecernos, pues no es de caballeros el batirse
sin motivo grave y cuando caldeado el ambiente, y el silencio y la soledad, su
hermana, nos invitaba, empezaba la pedrea.
Lanzábamos piedras a mano, que nunca alcanzaban al enemigo;
si algún afortunado lograba dar en el blanco, la desbandada era segura;
entonces era de ver cómo corríamos sobre los vencidos.
Pero este caigo día dos santurzanos fingieron una retirada y
nos coparon. Nadie se rindió, todos volvimos a casa maltratados, perseguidos
por la Guardia Civil y con un terror cuyas huellas nos las olfateó la madre.
Al siguiente día el maestro noticioso de la derrota, hizo
salir “al medio” a todos los que faltamos. Nos interrogó dónde habíamos estado,
y nadie dijo la verdad.
Con una vara de fresno, de aquel que servía de arma defensiva
a los vascos, nos azotó las nalgas, y todos llorando y rascando por donde menos
pecado habíamos, nos sentamos en los bancos del suplicio estático.
Pero todos callamos que había un herido de honda, que con un
remache le arrancó los incisivos.
Cuando llegó su turno aquel héroe, para que no vieran su
lesión, soportó sonriente la palma.
El maestro le preguntó.
Tú, ¿Por qué no lloras y sonríes?
Porque soy el capitán.
Salvando las distancias, este recuerdo me recuerda -valga la redundancia- a las batallas a castañazos que en la década de los ochenta montábamos en el jardín trasero del colegio Virgen de la Guía. Luego pasamos a mayores, y las batallas eran a piedras con los famosos tirachinas. Con lo que los cardenales y moratones estaban asegurados. Eso sí, todo entre miembros de la misma cuadrilla, por lo que nunca hubo trifulcas serías. Todo lo más, unas risas, y un montón de batallitas que contar
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