Es de sobra conocido
que en nuestra Benéfica Institución siempre se ha atendido a todo aquel que lo
necesite, sin que raza, nacionalidad, color, tono político o credo religioso,
fuera o sea inconveniente para ello.
En el siglo XIX la
exportación de mineral de hierro, como vemos en la foto, navegaba viento en
popa y muchos eran los barcos (con predominio de los que enarbolaban bandera
inglesa) que entraban y salían por la Ría de Portugalete. Y a muchos barcos,
muchísimos tripulantes, y entre tanto personal nada tenía de raro que, de vez
en cuando, algunos marinos enfermaran y este Hospital les atendía tan
solícitamente como si fueran portugalujos. Como Inglaterra y sus marinos no
eran pobres de solemnidad, la Junta administradora de esta Casa pasaba la
cuenta de los gastos originados a su Consulado en Bilbao y el Gobierno
Británico siempre pagaba puntualmente las justificadas facturas.
Pero ocurrió que un
día del año 1887 el Cónsul Inglés (quizás porque hubo un cambio de funcionario
diplomático y el nuevo que llegó era roñoso, tacaño y tiquismiquis) puso el
grito en el cielo ante una factura razonada y razonable, por gastos originados
en la hospitalización del súbdito de Su Graciosa Majestad, míster G. Edler, y
dijo en tono desafiante y lenguaje amenazador, de fiera corrupia, que su
Gobierno no tenía la menor intención de pagar la cuenta presentada al cobro. Además,
aseguró que no lo haría, en manera alguna y por ningún concepto. ¿Y cómo acabó
aquella situación?
He revuelto y leído
un montón de papeles antiguos, pero no he podido averiguar con certeza si los
chicos de la Rubia Albión soltaron la tela marinera. Pero yo creo que sí,
porque el Gobierno Británico ya no tiene ninguna deuda pendiente con esta
Institución. Es lógico pensar que, trasladado el cónsul conflictivo a otro
destino, el nuevo comenzó a pagar los gastos ocasionados por sus compatriotas y
pelillos a la mar que aquí no ha pasado nada.
José
Benito López Okariz
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