Antiguamente cuando la sociedad era poco urbana y muy rural, era
necesario que hubiese un equipo de vigilancia de los montes, campos, heredades
y viñas, o sea guardas de campo, y en Portugalete a partir del siglo XVII
encontramos que anualmente se designaban dos personas como guardias de viñas y
heredades. Su cometido específico era el de imponer multas pecuniarias a todos
aquellos que introducían ganado a pastar, y estropeaban las plantaciones de
viñedos y otros cultivos campesinos. Estos guarda viñas que desaparecerían al
entrar el siglo XIX tenían un carácter temporal o temporero ya que se
encargaban de la vigilancia desde finales de julio, hasta que se terminase la
vendimia.
La anécdota siguiente, netamente jarrillera, la extrae Roberto Hernández Gallejones del expediente
de un pleito de 1784 y nos confirma su existencia en esos años.
Fue el mismo alcalde Domingo Antonio de Elorduy quien en el mes de
setiembre en la zona de viñedos junto al camino hacia Santurtzi a la entrada de
Abaro, vio como varios chicos se encontraban sobre una cerca con unos palos
para robar la uva de los cestos a las mujeres que se realizaban tales labores.
Las mujeres que se dedicaban con cestos a la vendimia se le
quejaron “tanto en el robo de la uva, cuanto que solían hacerlas caer con
dichos palos”.
El alcalde llamó al guarda viñas José de Masustegui, y le
ordenó que retirase a los muchachos que pululaban por allí, robando uva de los
cestos “al tiempo que pasaban desde lo alto de las zercas donde subían,
haziendo muchas vezes caer a las mujeres que lo conduzian”.
El guarda obedeció con toda exactitud las directrices de
alcaldía que fijadas en edictos prohibían coger la uva sopena de dos ducados y
ocho días de cárcel, y sin tener que intervenir hizo que desaparecieran de
allí.
Uno de los chavales José María de Loredo, hijo de Antonio y
de María Antonia de Loredo, fue a contarle la actuación del guardia a su madre
quien montó en cólera y con notorio escándalo
empezó a prorrumpir contra el honor del alcalde, pues no tenía que decirle nada
a su hijo. No le importaba que la metiera en la cárcel, pues como al alcalde solo
le quedan tres meses en el cargo, ya la sacarían después.
Parece ser que fue
ella la que había mandado a su hijo con un cántaro a que cogiera uvas para
conseguir “un barril de bino”, ya que ellos sin tener viñas hacían
txakoli.
El alcalde ordenó el ingreso en
la cárcel de la acusada, y que se la embargasen todos sus bienes.
Ya en la cárcel aun reconociendo que había actuado “con
alguna altivez de modos” decía que no había pronunciado las injurias contra
el alcalde que se le atribuían y que tuviera en cuenta que era una pobre mujer,
con su marido ausente, que se tenía que valer de su trabajo e ingenio para
salir adelante, sobre todo para la manutención de su hijo, obligándose a pagar
voluntariamente las costas del pleito.
El 30 de septiembre de 1784, el
alcalde, atendiendo a la situación de desvalimiento y pobreza de la encausada,
la condenó a que pagase solamente las costas manifestándole que en lo sucesivo
se abstuviera de “cometer tales escesos”. En esta ocasión no recibiría
el “condigno castigo”, y “se dispensaba el delito”.