Esta
entrada está dedicada a Tomasa Martinez Simón y a Maria Jesús Alvarez.
La
primera de la que ya hablamos en otra entrada dedicada a la tienda de golosinas de Nacho, en la calle
Santa María, había nacido en el pueblo burgalés de Sesamón, en 1904 y vino a
Bizkaia con 17 años, sirviendo primero como cocinera en Las Arenas. Llegó a la
villa hacia 1929, casada en Begoña ese año con el bilbaíno Víctor Álvarez
González, vivieron primeramente en Atarazanas y después en General Castaños 11,
teniendo cinco hijos, tres chicas y dos chicos. Estos, Nacho y Víctor, así como
su hermana Mª Jesús se han prestado gustosos a contarnos sus emotivos
recuerdos, que he tratado de resumir en estas líneas.
Víctor
trabajó en la B&W al igual que su hijo Víctor. Enfermó, como muchos, durante
los tres años de mili y guerra de África, por las largas y húmedas noches
durmiendo al raso o bebiendo aguas en malas condiciones. Nacho recuerda la
canción que cantaban añorando la vuelta a casa: “Vengan guardias y más
guardias, que yo de Melilla me río, si Bilbao vuelvo a pisar”.
Los
dos Víctor, aprovechaban los fines de semana para recorrer los pueblos en
fiestas con un puesto de tiro con chimberas. Sobre esta faceta escribiré otra
historia pues queda fuera del objetivo de este trabajo sobre los puestos de
carameleras.
Víctor,
además de padecer un reuma crónico y de coger pulmonía todos los inviernos, con
38 ó 40 años contrajo Parkinson, siendo de los primeros portugalujos en sufrir
esta enfermedad. Aquella enfermedad le confinó en su casa del cuarto piso,
aunque, ocasionalmente, le solían bajar en brazos hasta la calle a dar un paseo
apoyado sobre el hombro del acompañante. Volney, el hijo de Conde-Pelayo “el
médico de los pobres”, les visitaba mucho en el puesto, regalándole Mª Jesús
algunos cigarrillos.
Tomasa
tuvo que recurrir a todo tipo de trabajos para salir adelante. Uno de ellos fue
la venta de las clásicas golosinas, cigarrillos sueltos, etc. debajo de la
marquesina del Cine Ideal, tal y como podemos ver en la fotografía publicada ya.
Era un humilde puesto con su bandeja y sus patas fijas y ella, abrigada de la
cabeza a los pies, se protegía de aquella nevada de Febrero de 1956 subiéndose
al escalón donde se ponían las fotografías con escenas de las películas. Las
largas colas para entrar a las sesiones le llevaban los clientes hasta el mismo
puesto que colocaban entre el escaparate de Foto Guyma y la cartelera,
compartiendo acera con otras vendedoras como fue “Anita, la hija de la
rubia” y Octavia. Entre ellas existía una dura competencia y pugnaban por
ponerse debajo de la marquesina del cine. En días de lluvia, la que se quedaba
fuera tenía que cubrir el puesto con un plástico y claro, bajaba la recaudación
al no exponer los artículos.
También
atendía el puesto del cine su hija María Jesús (en la foto inferior derecha con
unos 12 años, y a la izquierda con “Anita la hija de la rubia” delante
del escaparate de Guyma), el día que Tomasa montaba otro puesto en el
“teatrillo”, al que bajaba con el puesto apoyado sobre su cabeza, donde era muy
querida por las “guardiesas” (mujeres de los carabineros).
Me
cuentan la anécdota de uno de los viajes de viernes o sábado a Bilbao para
comprar el género para la venta del fin de semana. Resulta que volvían Tomasa y
Mª Jesús en el tranvía con el paquetón debajo del asiento y al llegar a
Portugalete, se olvidaron de él. Cuando se dieron cuenta, el tranvía había
seguido hacia Santurce, y al reclamarlo había desaparecido.
El
pluriempleo familiar la llevó a vender castañas asadas en la puerta del
cementerio en época de Todos los Santos, a poner el puesto en el Parque,
después de estar en el Teatrillo, los días que había verbenas o festivales, en
Repélega por fiestas de San Cristóbal o en Santurce por San Jorge, en Sestao
por sanpedros, Santa Ana en Las Arenas, San Ignacio en Algorta, a lavar mantas
en el lavadero de Zubeldia o a repartir carbón por las casas con un balde sobre
la cabeza.
También
fue colchonera y al varear la lana en una lonja cerrada de la calle Nueva,
tragó mucho polvo, acabando con insuficiencia pulmonar. Toda la familia
arrimaba el hombro para salir a flote, mientras, Víctor se apagaba sin apenas
poder salir del cuarto piso de la casa familiar, junto al cine en el que Tomasa
pasó tantas horas, falleciendo cuando tenía 60 años.
Aquella
faena al aire libre, pasando un frío de aúpa, animó a Tomasa a dejar la calle y
montar un negocio en Maestro Zubeldia que llevaba Mª Jesús y luego, a
instalarse en un pequeño local de 30 metros cuadrados en la calle Santa María,
hasta que Nacho lo cogió al volver de la mili el día de los “calentines” de
1962, manteniéndolo en activo hasta el año 2000.
Jose Luis Garaizabal Flaño
Parece un sarcasmo, pero lo único "dulce" y "entrañable" de historias como estas (que eran muy comunes) solo está en el género que vendían sus protagonistas. Que tomen nota los amigos de la anécdota merengada.
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