Acabamos de leer la
noticia de que Bernardo Atxaga, miembro de Euskaltzaindia y Premio Nacional de
las letras españolas, ha sido condecorado con la medalla de oro al Mérito en
Bellas Artes, una de las máximas distinciones por méritos en el campo de la creación
artística y cultural.
Esto nos trae a la
memoria la cita que nos dejó en Lekuak, su autobiografía de sus años en Portugalete que
recogimos en el nº8 de Cuadernos Portugalujos y que traducido
por Roberto Hernández Gallejones decía:
Todavía recuerdo que
me acerqué al pueblo por primera vez desde la margen derecha de la ría, después
de visitar a un amigo de Algorta, y que para pasar al otro lado tuve que coger
un bote al que llamaban “gasolino”. Ibamos sobre el agua, y de repente, al
mismo tiempo que el encargado del bote aminoraba la velocidad, un carguero
tremendo pasó por delante de nosotros llenando las olas; era del tamaño de una
casa de cinco pisos, de color negro y rojo, y tenía a su costado escrito el
nombre de “Ingrid”. Cuando el barco nos adelantó, vi a dos marineros en su
parte trasera, y alcé la mano y les saludé. Qué vayan lejos, que se lleven –como
si fuese otra carga– mi clase de vida de hasta entonces.
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Durante tres años
estuve dando clases en Portugalete. Primero, tuve como alumnas a las dos hijas
de Rosa, Ainhoa e Itsaso; a continuación, a las dos hermanas y a su primo Jon,
que solía gritar “potaje” y arrugar la frente delante de los ejercicios difíciles;
–y al hermano del niño que hacía “bu bu”, por otro lado–, luego, a los padres
de aquellos niños, Rosa y Pablo, María José y José Ignacio; al poco tiempo, a
todos aquellos y a un gran grupo que se juntaba en la ikastola, casi
completamente formado por señoras; cuando llegó el verano, de nuevo, los
alumnos universitarios, en su deseo de mejorar su euskera, se acercaban a un
local parroquial, y siempre la presencia del mar: Unas veces, aparecía el
abuelo de Ainhoa, de Itsaso y de Jon, que trabajaba en los prácticos de la Ría
en aquellos tiempos, y me llevaba a ver la botadura de un barco; otras veces, a
consecuencia de un escrito de clase sabía que algunas de aquellas mujeres que
estaban aprendiendo euskera estaban casadas con capitanes de barco; en la siguiente
ocasión, tenía noticias de la trainera Sotera, y aprendía el porqué de aquel
nombre.
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Cuando se cumplieron
aquellos tres años –he dicho antes que fueron años felices– me marché de allí con
pocas ganas. No pude seguir con aquel trabajo, eso fue todo. Para entonces
había conseguido un puesto de trabajo más estable –en el instituto de
Txurdinaga, exactamente–, y tenía nuevos proyectos, ligados con la literatura,
los cuales me exigirían mucho tiempo. Por tanto, tenía que irme.
El último día, cuando
iba a la estación de tren de Peñota, vi al pavo real del parque cuando tenía
completamente abierta la cola, y, como a los marineros del barco de mi llegada,
le saludé con la mano. Así acabó mi estancia en Portugalete.