Ahora que las calles han sido invadidas
por nuestros coches, camiones y autobuses, privándonos de aquellos espacios de
juego y de los sonidos del día a día que animaban las calles de la Villa, bueno
es echar la vista atrás y recordarlos.
En primer lugar, citaremos los sonidos
cotidianos. Los que vivían cerca de la ría conocían de memoria el traqueteo del
puente, el chirriar del tren y el silbar del jefe de estación para dar salida
al convoy, los toques de bocina de los barcos pidiendo paso al maquinista del puente
o los repiqueteos del encargado de picar la pintura vieja y la roña a los
remolcadores.
Los cercanos al tranvía conocían el “clónclón” de cada unidad y el estridente
sonido de sus frenos o el de la campana que avisaba a los peatones despistados de
su presencia o a los pasajeros que llegaba una próxima parada. Los días de
viento sur, también se oía a lo lejos el “cuerno” del Altos Hornos que llamaba
al turno de trabajo o al merecido fin de jornada.
Todos los demás, escuchábamos con
atención los toques de campana que señalaban “los cuartos, las medias y las enteras”, las llamadas a misa, el toque
del Ángelus, los toques lastimeros “a
muerto” que diferenciaban si el fallecido era hombre, mujer o niño, el de “a rebato” o el “tentenublo” para alejar las tormentas. Y si hablamos de campanas,
no podemos olvidar la campanilla que hacía sonar el monaguillo por las calles “Tilíntilín, tilíntilín” mientras el
cura llevaba el Viático a un enfermo.
Pero a todos estos sonidos, había que
añadir los del quehacer diario. Antiguamente, contaba Ciriquiaín, los días de
viento sur el atabalero recorría las calles anunciando con sus redobles el
peligro de fuego. Las mujeres se avisaban:
“¡El sur, el sur! , moderando el tiro de la chapa.
Los que vivían cerca de escuelas,
colegios, ikastolas y demás centros escolares, estábamos “curados de espanto” de
las lloreras de comienzo de curso o de las salidas en tropel al recreo donde se
mezclaban los balonazos con los cantos durante los juegos de corro, de la
cuerda o de la goma, etc. De repente, el bullicio cesaba y comenzaba los melodiosos:
“¡Dos por una es dos, dos por dos cuatro,….!”,
“¡El Ebro nace en Fontibre, provincia de Santander!” o los franquistas: “Isabel y Fernando, el espíritu impera…” o
“Montañas nevadas...” con los que pretendían fomentar el “Espíritu
Nacional”. La chavalería les cambiaba
la letra, resultando que “Isabel y
Fernando tuvieron un hijito, le pusieron Jaimito…”o que “¡Franco, Franco, que tiene el culo blanco….!.
Por las calles se oía, los días que
tocaba, la corneta del basurero: “tutututu”.
No había escusas, tocaba bajar la lata o el balde con la ceniza (el resto se
quemaba en la chapa) al camión que sustituyó a los carros de la basura. El
basurero subido en el volquete golpeabael recipiente contra la cartola, “plonplon”, para vaciarlo por completo y
de nuevo para casa.
José
Luis Garaizabal Flaño
(seguiremos con otros sonidos
callejeros)
Un artículo muy ameno. Los sonidos forman parte de nuestras vidas. Permítanme añadir algunos más.
ResponderEliminarEl sonido de la flauta esa rara (¿cómo se llamaba?) con la que tocaba el afilador de cuchillos, anunciando su llegada con la moto y la piedra redonda de afilar (que seguro que también tendrá su nombre). Yo lo oía todas las semanas desde mi casa del Ojillo.
El incordio del sonido de las campanas del convento de las Siervas de María: yo vivía casi enfrente y tuve que soportarlo durante años a las 7 de la mañana. Hoy (casi) lo echo de menos.
Pero el sonido portugalujo por antonomasia que me ha acompañado toda mi vida, y aún sigue acompañándonos, es el de las gaviotas. Fieles a su cita mañanera, recordándonos que Portugalete es puerto de mar.