Ante estas fiestas patronales de 2025, Yagoba Ibañez, nos envía unas lineas con historias de la Diana, que nos sirven para felicitar a toda la gente portugaluja que estos días gritamos
GORA SAN ROQUE, VIVA PORTUGALETE
La tenue luz del naciente día
apenas se filtraba en la alcoba a través de las rendijas de la vieja
contraventana, intentando en vano impedir su paso al interior, cuando de súbito,
la alarma del despertador comenzó su estruendoso concierto. Una adormilada mano
consiguió apagar el mecanismo y obnubilado aún, a través del oscuro pasillo de
chirriante madera, se dirigió hacia la cocina derelucientes azulejos blancos,
donde en la “chapa”, colocada la noche anterior, una cafetera le esperaba para
ayudarle a desperezarse.
Lentamente el hogar de la familia Pinedo, en
las entrañas de la calle Coscojales comenzaba a latir de nuevo, pronto,
demasiado madrugar para un día de fiesta, pero la anual cita con la diana hacía
que el esfuerzo mereciese la pena.
La tarde en el “Metro” había sido
como de costumbre gratificante. Las jarras de morapio acompañadas del gazpacho
de bonito servidos por Puri, eran testigos mudos de las tradicionales canciones
sanroqueñas que con la merienda de “la tamborrada” la cuadrilla daba inicio a
su particular programa de fiestas. Antes de irse, Justo, ya como un rito
adquirido por los años, del añejo pellejo, sacaba el riojano caldo y llenaba el
odre con el que refrescará al día siguiente el reseco gaznate de los cantores y
los labios de los músicos que ofrecerían sus sones. Este año, además de vino,
un puñado de magdalenas compradas en la panadería de la calle del medio y un
batido de chocolate acompañaría su particular avituallamiento, prometido el
anterior año, para la única chica de la banda que por su edad aún no podían
degustar el néctar de la vid, pero también merecedora del pequeño refrigerio
que les ofrecía en agradecimiento a su dedicación.
Tras vestirse azarosamente con la
camisa blanca de los domingos, anudarse el pañuelo de “yerbas” al cuello y
colocarse el pantalón de Mahón, descolgó del estante trasero de la puerta de la
cocina la henchida bota de vino y se dirigió presuroso escaleras abajo hacia el
encuentro de la madrugadora serenata, que, a través de los estrechos pasadizos
del medieval casco portugalujo, ya se escuchaba… “Escucha mi cantar portugaluja
despierta”.
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