Los deportes son para los niños válvulas de seguridad de su temperamento en aquellos que tienen tendencia a la inquietud, a la violencia, al entusiasmo y el juego en todas sus expresiones en el acicate de su vida.
Entre los deportes, el que más nos ha atraído con mágica seducción a los niños vascos ha sido la pelota.
Recuerdo yo la primera pelota y la primera cesta que me regalo un tío mío que vino de América con dos negritos, sus criados, pues contrajo matrimonio con la hija de un cacique mejicano; y no sé qué me sorprendió más, si los negritos cuando jugaban o la pelota cuando giraba como un mundo minúsculo y sonoro.
Dormía con la cesta entre los brazos y mi primer pensamiento al alba era para ella.
Todos los días iba al pórtico de la iglesia a ensaya con tal entusiasmo, que yo mismo sacaba y restaba con movimiento inarmónico, sin ritmo, y además desigual e imperfecto.
Temblaba de emoción cuando, introduciéndola en la cesta la lanzaba con cuidado femenino a la pared y la esperaba como una gárgola con los ojos, la boca y las piernas abiertas, pero como la pelota era de goma muy viva, a veces el ímpetu de mi esfuerzo era tal que pasaba velozmente sobre mi cabeza y, rodando por las escaleras o saltando por el pretil caía en un barranco del montículo de la iglesia.
¡Oh la pelota! Ni el mejor perro de lanas de Mondragón buscaba la pelota olfateando, intuyendo matemáticamente el lugar donde se ocultaba Y ni una vez se nos perdió no obstante los accidentes, ortigas, jaros y hoyos que salpicaban el talud. Pero la emoción era mayor cuando jugábamos por primera vez en el frontón del pueblo de 16 cuadros, solemnes de cancha pétrea y lisa, de frontis granítico donde alternaban los grandes pelotaris, vistos como semidioses desde nuestra estatura y edad.
Era la época de la cesta plana casi como la de remonte, que obligaba a un juego rapidísimo y violento, limpio y estético como un palankari o un discóbolo de volea tan elegante y rítmica como la de Samperio, tan viril y violenta como Irún, tan noble, serena y esforzada como la de Elicegui.
Pero vino Zabarte y la cesta perdió en continuidad personal y ganó en curva.
Un día hicimos novillos por ir al frontón y eran tantas las alpargatas y calcetines que rompíamos, que fue necesario jugar descalzos.
Nuestros pies sangraban, llagados, pero el calor del entusiasmo que dejaba huellas de sangre heroica en la cancha nos impedía sentir ni tener ninguna preocupación trascendente.
El primer partido de desafío que jugamos -0,25 pts.- fue presenciado por otros muchachos coparticipes en la fruición de la pelota.
La cantidad era importante y necesitábamos jueces.
Perdí y lloré, no por el dinero, sino porque el honor había quedado mancillado, no era campeón.
Una tarde…
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