viernes, 1 de noviembre de 2019

EL RELATO DEL FIN DE SEMANA: EL LARGO VERANO DEL 60.(1)



Fue el último de mi vida en que no tuve otro compromiso que crecer y divertirme. Ese verano, todavía, los obreros de La Naval y las comitivas funerarias pasaban por delante de casa, Ojillo arriba siempre, unos de retorno a casa, ocupaban la calle, llevando en la mano el cestillo con el que les enviaban la comida a media mañana. Los otros, a las exequias, con los deudos, caminando igualmente, pero a paso lento. Algunos hombres llevaban una banda negra en el brazo; otros, un botón negro en la solapa. 
Ese año, Carmelo era el portero del Athletic, y con él, jugaban Canito, Orúe, Etura, Mauri, Maguregui, Arieta, Artetxe,… y me faltan algunos, quizá Garay, que se había ido al Barcelona –que todavía no era el Barça–, Argoitia,… No sé, igual no debiera seguir. Veré cómo termina esto. 
Ese verano, yo quería tener ya los siete años para hacer la Primera Comunión vestido de marinero, como Manolín, el nieto de mi padrino Galeana, y ser como el primo Pedrito, que venía a comer a casa y se traía un pucherito con su comida y me permitía hacer “la quinela” con él. 
La calle era nuestra, pues apenas había vehículos circulando fuera de la Calle del Gral. Castaños. Las campas libres eran nuestras canchas y empezábamos a coger directamente la merienda de los frutales. Eso sí, siempre, cuidando de no dañar el árbol ó los sembrados vecinos.
En la mesa, los hombres hablaban de la victoria de “los argelinos”, y yo no sabía qué ó quienes eran. Con los hombres, solía asistir a los conciertos dominicales de la Banda Municipal en la Plaza del Solar. Luego dejé de ir. No recuerdo porqué. ¿Rebeldía?
En todo un verano, hay mucho tiempo para jugar, y sobre todo, recuerdo que nuestro escenario de esparcimiento se apartó un poco de la calle. Allí encontramos a “El bigotes”, nuestro diablo particular pues era el vigilante de las obras del edificio de la C/Araba nº1, en la esquina con nuestra calle. ¿Porqué?, porque no nos dejaba jugar en los montones de arena y grava que usaban para los morteros de la obra. 
Jugábamos a reproducir las Olimpiadas de Roma: las carreras, en la calle; los saltos de altura y longitud cuando podíamos en nuestras difíciles incursiones al montón de arena de esa obra, en la que Goiri era el encargado, pero no nos perseguía.
También contribuía el ambiente atlético que creaban las competiciones de aficionados en el vecino Campo de San Roque, con su pista de ceniza. Allí pudimos ver a un tal Miguel de la Quadra Salcedo lanzando la jabalina al estilo vasco, rotando y soltando. Y a otro atleta llamado Ignacio Sola, con su pértiga, saltando muy alto.
Teníamos fábrica de gaseosas en nuestra calle, Sirimiri, que repartía con un viejo camión que se arrancaba a golpe de manivela. Ese, el taxista de los coches americanos -no recuerdo su nombre- y el camión del frutero Miñon, eran de los pocos vehículos que nos disputaban la calle. Aparte, Bastida repartía carbón y Herminio, paquetes, con carros tirados por burro, ¿ó viceversa?, pero la calle era suya también, sobre todo porque, a veces, nos permitían subir al carro. 

Continuará…

Martintxu

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