sábado, 2 de noviembre de 2019

EL RELATO DEL FIN DE SEMANA: EL LARGO VERANO DEL 60 (2)



Por esas fechas, me dieron la primera paga: dos pesetas; me llegaba para algo más que un “Jaimito” comprado en el kiosko de Merche -era mi preferido-, de madera pintada de verde; que estaba junto a la segunda ermita de San Roque, de paredes blancas, en la parte alta de El Ojillo, donde, se hacía la romería del 16 de agosto. 
También, para gastar, tenía el kiosko de Sofi, junto a la parada de los autobuses de Gallarta, y la tiendita de Severino, “Seve”, que por aquél entonces tenía un Biscúter, al que seguiría un Isetta, un “huevo”. Y otros coches, siempre pequeños y especiales. 
Algo hubo con tal Lumumba, que le hacíamos música “pumba, tumba, rumba, lumumba” con ritmo de tambor y que, al parecer, era quien mandaba en el Congo.
Recuerdo a la tía Nieves, cuñada de la abuela Martina, que llegaba, como cada año, para asistir a misa en Begoña el día 15 de agosto. Recuerdo, también, los fuegos artificiales desde el campo de la iglesia y las vaquillas de San Roque al día siguiente.
Ese verano, alguien entre nuestros padres, fue al cine a ver Las novias de Drácula y nos metía miedo contándola, por eso cuando fui a ver Bambi, mi primera película, tomé la experiencia con cierta distancia, no fuera que me mordieran en el cuello. 
El año anterior, habían suspendido el servicio del tranvía y en la parte baja de la calle, en la plaza de El Cristo, se situó un guardia con casco blanco brillante, tipo salacot, regulando el tráfico de personas y vehículos. 
El Metro y el Kilómetro, qué nombres, eran bares de txiquiteo y los vasos de culo alto se llenaban en fila, con una cafetera de chapa esmaltada a veces en rojo, como las cazuelas, a veces en blanco, como las palanganas, que se rellenaba cada poco directamente desde odres de piel, situados tras los taberneros. 
Lo veíamos desde la ventana. Ese y ver la descarga de los “pellejos” ó del carbón, eran algunos de nuestros entretenimientos.
El patio de delante de casa era un lugar reservado para juegos; no era fácil que mamá nos dejara jugar allí, supongo que por los cristales, pero puedo suponer que más era para no molestar a las Carcedo, las del piso de arriba, gente poco amable, cuyo mayor insulto era llamar “coreano” a los “de fuera”. Y eso en ellas, que eran de origen asturiano,…
Como la calle era nuestra, los juegos eran de eso, de calle. Todos. A casa íbamos a comer, a por la merienda y a dormir. Y, como juego de calle, la guerra de piedras también estuvo presente ese año, ya fuera contra los de la calle del General Mola (Correos), como los del 18 de Julio (Araba) ó contra los “gitanillos”, así designábamos a la prole de varias familias que vivían en el talud del depósito de agua, con cuyas piedras habían construido unas viviendas absolutamente provisionales, y que, poco tiempo después dejarían para ir a vivir a los pisos que promocionó el ayuntamiento (el Grupo G. Riestra).
Mi calle, El Ojillo, era tan calle que era campo. Hasta ese año, no estuvo bien asfaltada. La parte alta, por entonces, todavía era un espacio abierto, un lugar de huertos. Las manzanas entre la calle Carlos VII y el Ojillo, lo que corresponde ahora con la calle Nafarroa, eran varias fincas y, en la de la parte más alta, junto a la ermita, ese verano, se instaló un circo durante unos días. Era el Circo Panamá, donde asistí a mi primera tarde de circo. (No he encontrado referencias. Ahora es el nombre de un programa satírico de la TV de ese país.)

Continuará …

Martintxu

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