sábado, 18 de abril de 2020

RELATOS DEL FIN DE SEMANA: SINDBAD EL BOTERO



Luis García llegó, un día, a Sestao, en busca de trabajo. Venía de Burgos, de donde trajo, por todo bagaje, una muda en mediano estado, una mujer recién casada y un orgulloso conocimiento de las glorias de su pueblo natal. En su nueva residencia le fue propicia la fortuna, y pronto le carcajeó como en tarde de circo. Halló trabajo suave y bien remunerado, y su compañera le ofreció la primicia de un hijo rubio que no lloró al nacer, como si tuviera la seguridad de que la vida no había de guardarle dolores. El día del natalicio, la Ría, desbocada, soltó las amarras de varias embarcaciones, y los convertidores de la Fábrica pintarrajearon el Cielo, poniendo en rojo la primera fecha de su calendario. Así es el comienzo de los grandes hombres.
El padre, buen vidente, dióse pronta cuenta de todo y exclamó sentencioso:
– Mi primer hijo, entroncado en Burgos y nacido frente a la Ría en día semejante, tiene que ser, por fuerza, heroico y marinero.
Y dispuesto a cultivar este sino favorable de su retoño, lo bautizó con el nombre de Sindbad. Sabía muy bien el lastre que suponía para un marino audaz el llamarse García.
Sindbad creció; mes tras mes fue el tiempo quitando las hojas de su almanaque. Y llegó un día en que, hecho casi un mozo, tuvo necesidad de ingresar en la escuela. Lo acompañó su padre, lo presentó al Maestro y le hizo a éste las recomendaciones pertinentes; lo que le interesaba al chico, era la cosa de mar; la ortografía y los números, para otros; que para entrar al abordaje no hace falta mucha contabilidad. Y el buen Sindbad empezó, bajo la tutela del Maestro, a hacer su primera cultura. Pasaron los días y, contra lo que creía su progenitor, no llegó a ser precisamente el terror de los demás muchachos. Le faltaba bastante; hasta el punto de que le quitaban airadamente la merienda, lo hacían responsable, ante el Maestro, de los tinteros que robaban ellos, y como era muy rubio y muy fino le llamaban Sindbadito.
El primer día que lo llamaron a la puerta de su casa por este cariñoso diminutivo, hubo una tragedia familiar. Su padre se puso frenético y gritaba loco, como Capitán Pirata en día de abordaje:
–¡Sindbad! ¡Coge el hacha de combate y entra a fondo! Que un nieto del Cid que ha salido marinero merece más respeto.
A pesar de los buenos consejos paternales, Sindbad no consiguió llegar a ostentar el nombre dignamente. Cada día más débil y modoso, parecía más bien un aprendiz de confitería que un pirata. Pero las cosas no dependen del juicio de los hombres, y contra todos y contra sí mismo, tenía que ser marino porque para eso había sido bautizado pomposamente y nacido frente a la Ría, en un día terrible. Su padre, al menos, opinaba así.
Pasado algún tiempo, y después de largas gestiones, el burgalés consiguió para su hijo, un puesto en un gánguil de Altos Hornos. Se podía decir que estaba ya sobre la marcha. El hecho era magnífico. Y como no podía menos de ocurrir, la noticia se recibió en la casa jubilosamente. Corrió el vino, sin regateo, sobre el mantel de las solemnidades, y el excelente García gritaba alborozado:
–Veréis cuando lo sepan en Burgos ¡Menudo revuelo! ¡Hasta en la Diputación se ocuparán de ti! El primer marino de la provincia.
Y el pobre chico, tímidamente, asistía un poco desconcertado al entusiasmo espectacular del autor de sus días, pensando que quizá en el fondo tuviera algo de temerario nauta sin haberse enterado.
El día de embarcarse llegó por fin. Provisto de todos los enseres de modesta marinería, Sindbad subió al gánguil dispuesto a encabezar el primer capítulo de su odisea. Como es natural, este día su padre no fue al trabajo. Se quedó en casa, y, desde la ventana, que dominaba el Cielo y la Ría, miraba alternativamente a ambos telones, y hablaba a su mujer:
– No tiene el chico mal día. Si no sopla el Noroeste, creo que arribará felizmente. Estas cosas de la marinería son cosas de suerte, pero de todos modos el muchacho está preparado.
Y después consultaba un barómetro, sacaba la tabla de mareas y volvía a repetir a su mujer la misma cantinela. Así, un poco inquietantes, pasaron varias horas, y cuando menos lo esperaban, el terrible Sindbad hizo su aparición en la casa, tambaleante, lívido, hecho un guiñapo. Su madre, al verlo, gritó confusa y alarmada, y su padre, desconcertado también, le preguntó severamente:
– Pero qué, ¿vienes de náufrago?
Sindbad no podía responder. Al fin hizo un esfuerzo, y la sala familiar oyó una confesión vergonzosa. Se había mareado; el barco se movía bastante, y como él no tenía costumbre de navegar...
Para su padre la noticia fue algo espantoso, insospechado. Veía la carrera heroica y temeraria de su hijo, destruida; su nombre, repleto de abolengo, por tierra y arriado, vergonzante, el pabellón de Burgos, la monumental e histórica Ciudad, la sin mancha. Y todo de una vez, como obra de una horrible pesadilla. Pero esta situación no podía prolongarse con decoro, y Luis García reaccionó, en seguida, y preguntó inquisitivo:
–Bueno, ¿y qué ha sido?
–Nada, que me mareao.
–¿No es más que eso?
–Sí; que el Patrón me ha dicho que tenía miedo, y, que como no sirvo, que no vuelva más.
–¿Que no sirves? ¿Que tienes miedo? ¡Mentira! ¡Envidia que te tienen! Está bien, mañana te compraré un bote.

***

Un bote blanco, como una caja de clínica, sentó su campo en la Ría. Movíase perezosamente, a empujones de unos remos manejados con torpeza. Se le veía en Luchana, en Orconera, en Erandio, irritando con su blancura a sus vecinas las gabarras. Lo llevaba Sindbad con un aire terrible de marino que había conseguido infiltrarle su padre: una pipa humeante de lobo de mar, y un sudeste, aunque el Sol hiriese en el espejuelo del bote. Hecho patrón, de una vez, había adquirido la prestancia de quien ha saltado el alambre de todos los paralelos. Paseaba por la Ría como si fuera un superviviente de la tripulación de Elcano. Para él no tenía peligros la marinería: los tritones del Pacífico eran modestos mubles que no entorpecían su carrera; los barcos piratas, sencillas lanchas sin más armas que inofensivas jibioneras; las corrientes del Estrecho, vientecillos capaces de hinchar la vela, nada más. Para él no había nada temible. Pero cuando algún día soplaba fuerte el Noroeste se quedaba en casa para contar a sus padres, su última aventura. Y como un marino empedernido solía empezar sus historias, diciendo:
–Estaba a la altura de la Vizcaya, o navegaba bordeando la Orconera...
Se hacía un silencio profundo. Se le acercaban emocionados los padres, y él continuaba:
–...Cuando me pidió paso un barco con pabellón danés. Era amigo mío el Capitán. Comimos juntos no sé dónde, quizá en Deusto. Y su madre, atemorizada por la intrepidez del chico, le solía decir:
–Ten cuidado, hijo mío; la mar es muy traidora.
–Pche–, replicaba el padre–, la embarcación es buena y el muchacho sabe de estas cosas.
–No os fiéis; acordaos del Titanic.
Y Sindbad y el autor de sus días se sonreían de la simpleza maternal. ¡Cosas de mujeres! Así se sucedieron los años normalmente sin que el hijo tuviera tropiezo ninguno. Si el tiempo era bueno, cogía el bote y daba un paseo por la Ría, hasta Erandio, y allí recalaba y merendaba luego en algún tabernucho. De esta manera se fue formando su espíritu de marino, que era orgullo de su padre. Y llegaron a convencerse de que la Ría era un mar tumultuoso, el bote, un barco de abordaje, y el patrón el Capitán más sereno y valiente de la marinería. La pobre madre se contagió también y aquella casa parecía el solar de todos los nautas y aventureros del mundo. Esta morbosidad tuvo su fin heroico pues un día leyó el padre, ya viejo, la noticia de que iban a salir de Oslo, con objeto de explorar las regiones polares, una expedición de barcos ingleses y noruegos. Se comentó en familia, se hicieron elogios de la arriesgada empresa y del valor de los marinos del Norte, y el buen García, con un gesto de orgullo paternal, dijo:
–¿Oye Sindbad qué tal estaría que fueras tú a enseñarles el camino?
–No estaría mal–, contestó sin darse importancia ninguna–. Si a usted le parece puedo salir mañana.
Y humildemente, sin estrépito ninguno, se decidió la marcha para el día siguiente. La madre, como sabía que aquellas regiones eran frías, puso en la maleta del hijo tres camisetas de lana. Y de madrugada, Sindbad soltó el bote con rumbo a Oslo, para unirse allí a los exploradores del Polo.

Mariano Ciriquiain Gaiztarro
Portugalete, 1925.



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