martes, 6 de febrero de 2024

JOSE Mª DE AJEO ALCALDE DE ACAPULCO

 


A comienzos del siglo XVIII se avecindó en Portugalete Francisco de Jado Venero (o Xado Venero), cuyos descendientes omitieron la segunda parte del apellido limitándolo a la forma Jado. Aquí se casó en el año 1729, con María de la Riba y Garay, de cuya unión quedó abundante descendencia en Somorrostro y en Bilbao. Posiblemente el más conocido de sus descendientes sea Laureano de Jado, nacido en Bilbao en 1843, que dio nombre a la plaza que lleva su nombre en esta capital, filántropo, jurisconsulto, y primer presidente del Museo de Bellas Artes de Bilbao, entidad a la que donó su espléndida colección de arte, más de 150 obras.

Una de las ramas de esta familia entroncó a finales del XVIII con los Ajeo, originarios de Gorliz, por el matrimonio de la portugaluja Marcelina de Jado Goenaga con el gorliztarra José Antonio de Ajeo y Arteaga. Precisamente de esta unión nació José María de Ajeo y Jado, sobre el que versa este pequeño artículo.

Nuestro personaje nació en Portugalete en el año 1789 y, como tantos otros paisanos suyos, emigró muy joven a América. Se instaló en Acapulco, entonces en Nueva España, llegando a ser una de las personas más influyentes y acaudaladas de aquella ciudad. Sin embargo, los tiempos turbulentos que le tocaron vivir provocaron que su ascenso social coincidiese con los cambiantes momentos derivados de la revolución de los pueblos indo-hispanoamericanos por conseguir la libertad.

En febrero de 1821 el capitán Vicente de Enderica proclamó en Acapulco el plan de Iguala, que se vertebraba sobre tres puntos: la independencia de México, la igualdad de españoles y criollos y la supremacía de la Iglesia Católica, es decir, el que con anterioridad habían firmado Itúrbide y Guerrero y que había sido reconocido por España. La autoridad sobre el puerto de Acapulco recayó en José María de Ajeo, de ideas realistas, que fue nombrado alcalde primero de la ciudad, quien quedó a la espera de una oportunidad para volver las cosas a su estado anterior. Esta no tardó en producirse ya que en marzo del mismo año llegaron a Acapulco dos fragatas españolas, al mando del capitán José Villegas.

Villegas dio parte de su llegada al virrey, conde de Venadito, quien le ordenó que con la tropa de sus buques se apoderase del puerto, ciudad y castillo. Al mismo tiempo, el teniente coronel Francisco de Rionda, comandante de la sexta división de las milicias de la costa, escribió a Acapulco para informarse de la situación. José María de Ajeo le invitó a que entrase en la ciudad y, con la ayuda de las fragatas, restableciese el gobierno anterior.

Antes de que se produjese un enfrentamiento el capitán Enderica salió de Acapulco con sus tropas y dejó la ciudad en poder realista. Las primeras medidas tomadas consistieron en reparar la fortaleza, que algún tiempo atrás había sido dejada en mal estado por el cura Morelos, caudillo revolucionario. Se pretendía que todas las riquezas del vecindario quedasen a salvo guardadas en aquel fuerte.

La reparación y aprovisionamiento del castillo ocasionó enormes gastos que fueron sufragados por Ajeo al igual que el mantenimiento de las fragatas y su tripulación. El montante de sus gastos ascendió a la exorbitada cifra de 35.993 pesos fuertes.

Como sabemos, los esfuerzos de Ajeo resultaron inútiles y, tras capitular en octubre de 1821, se vio obligado a entregar la ciudad a los independentistas. Pasó a México en busca de refuerzos pero al regreso fue hecho prisionero en tres ocasiones. La última hubiese sido la definitiva, pues su destino era el cadalso, de no haber logrado fugarse a Londres. De allí pasó a Madrid, en la que se instaló con su mujer y un hijo de corta edad.

José María de Ajeo, que había dejado en América los restos de su hacienda, se encontró aquí en la más absoluta de las miserias. Su única oportunidad para recuperar parte de su fortuna consistía en que la regencia tuviese en cuenta sus servicios y se los recompensase de alguna manera. En América se le había concedido la distinción de Caballero de la Orden de Isabel II, pero esto no le reportaba emolumento alguno.

Solicitó el empleo de Contador Mayor del Real Tribunal de Cuentas de la isla de Puerto Rico, pero en su lugar se le ofreció el puesto de oficial tercero de aquel Tribunal, recompensado con una paga de 500 duros anuales, a la que tuvo que renunciar porque con ello no podría vivir ni aunque, como alegaba, "tratase de privarse de lo más necesario".

Las últimas referencias que tenemos se remontan al año 1833 en el que la reina gobernadora dictó un Real Decreto ordenando al Comisario General de la Cruzada que se informase sobre Ajeo y lo socorriese. En aquel tiempo la ruina de Ajeo era total, no disponiendo ni siquiera "para comprar ni un solo pedazo de pan", y se hallaba en la necesidad de mendigar para alimentar a su mujer e hijo, ambos enfermos y en cama.

Su caso no era único, pues eran muchos los exiliados de América que dependían de la corona y de que se les tuviese en cuenta en el reparto del depósito de dinero que se creó para auxiliarlos.

No sabemos, en fin, cómo concluyó la vida de aquel hombre que pretendía recuperar "la suerte perdida hace 12 años". Como tantos otros, había luchado en favor de los derechos de la monarquía frente al derecho de los pueblos a su libertad y la paga que tuvo, al menos la que conocemos, fue la más cruel de las miserias.

Goio Bañales
Publicado en su blog
8 de septiembre de 2008

 

 

 

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