sábado, 9 de noviembre de 2019

EL RELATO DEL FIN DE SEMANA: EL PANTALÓN CORTO



Como Martintxu situa estos recuerdos de su infancia y juventud en su calle de El Ojillo, encabezamos esta entrada con una foto de gente de esta calle, tres de ellos los Llinares (hijos mayores de la Valenciana) que vivían en el nº 12 junto a las Siervas y vecinos de su Capellán, Don Andrés Álava. Sentados en la valla de madera que separaba la pista de atletismo de ceniza del campo de San Roque, tienen detrás el frondoso jardín de Goitia, y sobresaliendo al fondo la casa de Navarro, una de las primeras edificaciones de Carlos VII. Eran los años 50 del siglo pasado.


Cuando tienes trece años y te ha crecido vello en la pelvis y en las piernas, ir vestido de pantalón corto es degradante. Por mucho que mires, aunque nada más sea para consolarte por la imposición familiar, no le ves las ventajas.
Es más, dejas de mirarte y miras a ver si alguien te mira. Pero si eso ocurre, te mueres de vergüenza. Y si es la Maite ó la Blanca, a ti, con esos pelos y en pantalón de niño, ¡qué baldón te cae!
Cuando tienes cuarenta y el sol tuesta la piel y recuece los sesos, te preguntas porqué debes llevar esas fundas hasta los tobillos. Y recuerdas tus veranos de vacación escolar con las canillas al aire.
Al parecer, nada ocurre en su momento. Si no que se lo pregunten a las chicas. Les pasa lo mismo: con trece años están deseando llevar sujetador, más adelante, ya no, pero después,… eso, hala! a recordar, que es lo que estoy haciendo.
Es el mundo al revés, pero la historia que quiero contar habla de una ley, seguramente no escrita, que decía que los niños debíamos usar pantalón corto. Incluso en invierno. El pantalón corto era norma obligada.
Se te podían quedar las canillas sin sangre, por el frío, pero, mientras llevaras el calzado, la trenca, el verdugo y los guantes, de lana, por supuesto, ya estabas vestido para aguantar el frío de los días invernales de Portugalete.
De pantalón corto hice la primera comunión con mis piernas de palillito, como las de la canción. Eso sí, toda la vida las tuve llenas de heridas y moretones, “como los burros viejos”; ahora, también: la lanza de la caravana me busca la tibia para clavarse.
El modelo de pantalón corto no era opcional: los cosía mi madre a mano, que cosía bien, pero con el primer estirón, pasamos rápidamente a la pantalonera y después, a comprarlos donde Duque.
Mis primeros pantalones largos fueron de Tergal®, una fibra moderna con tacto casi sedoso y aspecto brillante.
Parece ser que la costumbre indicaba que habíamos de llevar pantalón corto hasta salir de la escuela, lo que solía ocurrir con catorce años, pero las hormonas no respetan mucho las edades y, para entonces muchas piernas lucían ya no vello, sino rígidas hebras.
Ahora bien, pasada la época de las piernas al aire, en los años sesenta, llevar unos vaqueros era la repera. Si, además, eran de Levi´s Strauss, su portador presumía mucho vestido de auténticos “blue jeans” americanos.
Rondaban los años 1968, 1969,… con 14, 15,… años, y mientras mi voz se hizo grave, y en la cara me salieron pelos y granos porque hacía el “cambio”; entonces, mis piernas fueron tapadas por unas perneras.
Y la inocencia se quedó en alguna parada de ese camino.


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