lunes, 15 de junio de 2020

LA MEMORIA HISTÓRICA: LOS NIÑOS DE LA GUERRA. EL RECUERDO DE UN PORTUGALUJO: JESÚS URBINA

Ya hace 8 años con motivo del 75 aniversario de los bombardeos de Portugalete, Tasio Munarriz nos habló de una consecuencia de los mismos como fueron los evacuados y especialmente los niños de la guerra.

Ahora que en el Centro Cultural Santa Clara, Oroituz presenta una exposición sobre esta faceta de nuestra guerra, traemos los recuerdos de uno de aquellos niños Jesús Urbina Santamaría, que se recogieron en el libro Corazón de cartón, de Domingo Eizaguirre (1999).

El extracto de su salida en el Habana y su regreso en 1940 es el siguiente: 

La primera idea que tuve yo de Inglaterra me la dio Laurita Astondoa, hija de aquel famoso calafate de Portugalete. Me dijo que era como un plato lleno de mantequilla. Yo no creía que eso fuera verdad, sobre todo en aquellos días en que faltaba de todo. Arroz había, eso sí, y mi madre lo ponía hasta con puerros. (…)

 Era en la primavera del 37 y todo era hambre, miseria y miedo. Miedo sobre todo a los bombardeos constantes de la aviación franquista, aquellos terribles Junkers alemanes de chapa abarquillada. Aún me parece que los veo acercarse tres o cuatro a un tiempo y el ruido que hacían era algo que no se puede olvidar. La sirena de Altos Hornos nos avisaba de su llegada, a veces tarde cuando ya oíamos el ruido. El desconcierto y el pánico eran inenarrables.

Nuestra escuela de Abatxolo servía de cuartel a un batallón de soldados de la República. Los sótanos se habían habilitado como refugio antiaéreo y la gente corría despavorida hacia ellos cada vez que sonaba la sirena. Resulto ser una ratonera porque los aviones fascistas llegaron a saber que allí había tropas.

Mi amigo Municha y yo preferíamos escondernos entre los matorrales de la colina que llamábamos Campa de Vizcaya. Desde allí, agazapados, los veíamos llegar, casi siempre en dirección Mungia-Leioa. El aeródromo militar republicano estaba en Lamiako. Era un campo tan pequeño que aun hoy, viéndolo tan deteriorado, no puedo explicarme cómo podían operar desde allí los tres o cuatro ratas o chatos, rusos creo, siempre dispuestos a presentar combate a los bombarderos alemanes.

Aquellos combates aéreos nos producían una emoción indescriptible. ¡Ver en acción a la aviadora rusa y, sobre todo, al capitán del Río, el héroe de todos los chavales vascos, que a la tercera o cuarta pirueta, acompañada siempre por el tableteo de las ametralladoras, ponía en fuga a la aviación enemiga! (…)

Menos espectacular, pero más seguro como refugio, era el túnel del ferrocarril en Portugalete. Un día de Abril, bajando a toda prisa las escaleras de La Canilla hacia el túnel, tratando de llegar antes de que los aviones estuvieran encima, me caí y me hice una brecha en la frente.

Tuvieron que darme siete puntos de sutura en el hospital que se había improvisado en una casa del Muelle Nuevo.

Era mayo cuando nuestro padre nos dio la noticia sorprendente: mi hermana Anita y yo íbamos a embarcar en Santurce hacia Inglaterra, ¡hacia la tierra de la mantequilla! Mi madre y mi abuela nos hicieron dos petates de lona blanca. Mi padre les puso las etiquetas. Jesús …, Ana ….

Una tarde nos despedimos de nuestra madre y de la abuela. Relimpios, como dos gatos mojados, salimos andando hacia el muelle. Mi padre nos acompañaba. Cada vez que yo me distraía y rezagaba, él me empujaba suavemente con su paraguas. Supongo que sólo quería vernos libres de tantas penurias, asegurarse de que llegábamos al puerto a tiempo. Pensaría también en sus otros siete hijos, tres en el frente. Recuerdo vagamente el embarque en Santurce, lleno de gritos, casi todos llamando a la madre. Yo tenía nueve años, mi hermana doce.

 Encontrarme de pronto en un barco inmenso, lleno de críos como yo, fue para mí el comienzo de una gran aventura, de otra vida. En cuanto el “Habana” soltó amarras del puerto de Santurce, mi hermana empezó a notar los efectos del mareo y ya no quiso salir más del camarote, donde permanecía echada diciendo que quería volver a casa, que se moría. El barco era una sinfonía de voces lastimeras, ayes y gritos. Yo iba a lo mío, hacer viajes a la cocina y regresar con bocadillos, huevos cocidos y pastel de bizcocho, ¡Jauja…,! mucho de lo cual quedaba intacto en una balda del camarote porque, a pesar de mi insistencia, mi hermana no quería ni olerlo. El caso es que al segundo día de viaje la balda empezó a vaciarse. Mi hermana se recuperaba. La cara del cocinero fue para mí durante muchos años la de Cristo; ¡cómo olvidar a un señor que te entrega los más ricos manjares sin pedir nada a cambio? Treinta y tantos años después volví a verle de portero en una casa de Portugalete.

Al llegar nuestro turno, Ana y yo desembarcamos con nuestros hatillos al hombro. La Inspección de Sanidad inglesa, doctores y enfermeras, nos iba auscultando minuciosamente a medida que bajábamos y nos prendían en la ropa una cinta blanca si nos veían sanos o una roja si creían ver algún amago de enfermedad. A mí me pusieron una cinta blanca. (…)     

 Nuestra partida fue confusa. Chicos con chicos, chicas con chicas, me separaron de mi hermana. Pero en medio de aquel guirigay de gente volví a encontrarla y ya no me solté de ella. Vimos entre aquella masa en movimiento un flamante autobús y, esperando a tomarlo, a la cabeza de una fila de niños a una maestra de Portugalete  que conocíamos. Sin dudarlo nos unimos a su fila. Aquel autobús iba nada menos que a Londres, a la capital de Inglaterra, como nos habían enseñado en Abatxolo. (…)

A mediados de 1939 se repatrió bastante gente de la colonia a España. Yo me fui definitivamente a Londres a vivir con Mrs. Swinden y a mi hermana Anita la enviaron a trabajar en un hotelito de Blackwater que se llamaba “The Old Manor”. También ella tuvo un padrino que le brindó su casa, Mr. Osbome, de Silverdene, Famborough. Mi hermana conservó siempre muy buenos recuerdos de aquella familia.

Aquel mismo año comenzó la segunda guerra mundial y supe que el campo grande de la colonia se había habilitado con barracones del ejército inglés y con cañones antiaéreos. Londres se protegía con la famosa barrera de globos contra la aviación alemana (…)

En enero de 1940 mi padre nos reclamó desde Francia. Me dolió en el alma tener que despedirme de Mrs. Swinden, que había sido para mí una auténtica madre. Cruzamos el Canal en ferry y nos llevaron a París y de allí a Bayona. Mi padre nos acomodó unos días a pensión completa en un bar fonda. No se quién pagaría aquello, posiblemente el Gobierno Vasco en el exilio. Nos trasladamos después a una gran mansión habilitada para refugiados vascos en el distrito de Saint-Etienne: “Le Vigneau”. Viviendo allí mi hermana y yo fue cuando se produjo la invasión alemana de Francia. Mi padre, que trabajaba en Gers, lo dejó todo y se vino más de doscientos kilómetros en bicicleta a buscarnos.

Cruzamos a la buena de Dios la frontera de Irún los tres juntos. Fue el 24 de agosto de 1940. Volvíamos a casa después de tres años de peripecias. Encontré mi casa muy pequeña. Allí nos esperaba nuestra madre y allí había sufrido lo suyo, con sus hijos en el frente o desperdigados por el mundo.

La primera cena que nos dio nuestra madre al volver fue un guisado de carne con patatas como solo ella sabía hacer y de postre ciruelas claudias. Sabe Dios dónde pudo encontrar aquella carne.

De las miserias que se vivieron después sabe, o debería saber, todo el mundo. De aquella época negra, de la posguerra interminable, se podría hablar eternamente. Prefiero acabar


recordando con gratitud a aquella Inglaterra y a su gente que supieron acogernos en un momento tan difícil, que supieron tratarnos como lo que éramos, como a seres humanos, en su tierra de la mantequilla. 

El relato completo, con su estancia en Inglaterra se puede consultar en la Biblioteca Digital Portugaluja, bajo el título DIARIO DEL PORTUGALUJO JESÚS URBINA.



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