viernes, 31 de mayo de 2019

EL VIAJE POR LA RIA DESDE BILBAO HACE DOS SIGLOS, EN “EL RELÁMPAGO DE PORTUGALETE”.


  


A comienzos del siglo XIX, las dos leguas que separan Bilbao de Portugalete se realizaban en una lancha cubierta, a la que llamaban “carroza”, que se arrastraba a la sirga y que empleaba tres horas en la travesía del río. Eso en las mejores condiciones, porque podía ser aún más largo si la marea y el viento eran contrarios o si se reiteraban las interrupciones de los sirgueros para tomar aliento y una copa. Letras grandes anunciaban los nombres de la carroza: “El relámpago” y “La veloz”, ante los que era imposible no esbozar una sonrisa.

Se embarcaba a las ocho de la mañana en el muelle del Arenal, después de oir misa, porque estas expediciones se hacían siempre en día festivo. Faltaba poco para el mediodía cuando, por fin, se llegaba al deseado término para pasar un “día de campo” o “un día de agua”.

Todavía no había casetas en las playas, como las que pueden verse en antiguas fotografías; las mujeres se cambiaban entre las rocas y los hombres como podían. Tampoco había fondas.

Luego llegó el vapor, el Ibaizabal, largo y verde, para hacer de forma mecánica el mismo trabajo que antes hizo la sirga, moviendo sus paletas con estrépito. Y las mujeres se guardaban, vestidas de blanco, bajo su amplio toldo. También él quedó viejo –los muchachos lo burlaban llamándolo Manuzar-, y fue sustituido por el Nervión ¡Con qué gracia doblaba la punta de la Venerita! ¡Punta que algunos desalmados transformaron en Benedicta!

Llegaba el vapor a Portugalete y allí saltaban los más impacientes queriendo llegar los primeros a la playa. Al resto le aguardaban las bañeras, que se abrazaban a las clientes sin soltarlas para acompañarles en el baño. Algunas eran clientes desde niñas y ahora venían con sus hijos e hijas.

Luego llegaron las casetas, aún sin salvavidas.

Eran quince días de baños. Dedicados a proyectos, a pescar, a cazar, a buscar caracolillos... y a socorrer a las bañistas. A la tarde se descansaba o se bajaba al muelle a tomar café, a contemplar el mar y ver a los que volvían en el vapor. Un paseo a la Punta del muelle tenía el atractivo de sentirse en un barco en medio del mar sin los inconvenientes del balanceo.

Más tarde se abrieron los caminos a ambas orillas del Ibaizabal y dieron paso al ómnibus, toda una modernidad.



Este relato lo rescató Goio Bañales en su blog, del periódico Irurac-Bat, de mitad del siglo XIX, firmado por un tal Adolfo.


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