Tasio Munárriz nos envía un estudio analizando las muestras de
religiosidad existentes durante la posguerra. Empezamos hoy con las referentes
a entierros y funerales.
El entierro
consistía en la conducción del cadáver desde la casa mortuoria hasta el
cementerio. Los ricos o las autoridades municipales contrataban una carroza con
caballos y a los miembros de la Hermandad de San José para acompañar con sus
“hachas de respeto” (en la foto superior en el entierro del médico Felipe Martínez).
Los menos
ricos se conformaban con un coche fúnebre elegante o a hombros. El entierro,
con tres curas que rezaban un responso en el cementerio, se celebraba antes que
la misa-funeral en la parroquia. Los ricos introducían la caja en un nicho
dentro de su panteón familiar. Los demás en la tierra, a veces sin lápida. Como
los gastos eran caros, el Ayuntamiento se hacía cargo de los correspondientes a
los llamados oficialmente “pobres de solemnidad”. En concreto, en 1946 pagó 500
pesetas por ataúdes.
En cuanto a los
funerales podían ser de cuatro clases, según el contrato con el seguro. Los de
“Primera” eran celebrados por tres curas con casulla y dalmáticas negras, acompañados
por el órgano y un grupo de cantores masculinos que entonaban la Misa y el
Requien de Perosi. El catafalco (simulacro de féretro) estaba cubierto con un
paño negro y rodeado de coronas y hachas. Los de “Cuarta” sólo tenían derecho a
un cura a secas. Los especiales tenían el catafalco en la parte central y
delantera del templo, como en el funeral encargado por el Ayuntamiento a la
muerte de Alfonso XIII. (Bajo estas líneas en la foto sacada por Serapio Ruiz
Barturen).
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