Ayer, en un comercio local, vi un bailarín de
esos. Pequeña, para lo que yo usaba hace cincuenta años, pero ha puesto un ON en mi disco duro craneal.
Era nueva, ó sea: tenía la coronilla roja,
cosa que, decían los chicos mayores, desequilibra el giro según nuestro modo de
bailarlas. Hay otras formas, mas lo aprendido de joven, perdura.
Pues, bien, hoy he vuelto y la he comprado.
Meterla en mi bolsillo, ha sido una gran sacrificio. La madera nueva pedía
"guerra", o sea actividad, y no he discutido con ella.
Me he venido a casa, le he cortado la
coronilla, he puesto una moneda de dos reales -todavía tengo-, en el final del
cordel y he salido al muelle.
Es día de escuela, eran más de las once, casi
mediodía, lo que significa que no había niños a quienes enseñar y ante quienes
presumir. Pero ha sido maravilloso compartir el arte y el recuerdo.
Día soleado y, en menos de dos minutos, el
baile de la trompa era contemplado por una decena de abueletes entre paseantes
y pescadores recién desembarcados tras el final de la jornada faenando.
Y las caras, ah!,... los semblantes y mohines
expresaban recuerdo, envidia,… y la sonrisa, a boca cerrada, era de auténtica
felicidad.
Eran otros niños conmigo, a pesar del
pantalón mahón, de las arrugas, de las canas y de la barba sin afeitar.
No sé si os habéis fijado en que, desde hace
mucho tiempo, no se ven niños en las calles bailándolas. Y no he encontrado
otro quehacer que compartir el artilugio con ellos. Años, si, hasta para
regalar, pero el arte del baile de la trompa, no lo hemos olvidado, no. Como
nadar o andar en bici.
Tras diversas tiradas, en un pequeño
paréntesis que he aprovechado y he ofrecido la trompa al, aparentemente, mayor
de todos. Y ha aceptado. He oído palmas, casi aplausos, y frases de ánimo. Le
conocían.
Se ha hecho el silencio mientras el señor ha
enrollado la cuerda. Ha tomado un segundo para calcular el tiro y ha lanzado la
trompa hacia arriba. Al caer, la ha recogido con agilidad en la palma de la
mano extendida, donde ha seguido girando unos segundos, sin tocar el suelo. Los
¡bien! y las palmas sonando, han dejado de ser suaves para ser clamorosos.
Tras eso, nos hemos fundido en un corro
relatando nuestras propias experiencias con la madera giratoria.
Y les he hablado de jugar las perras gordas sacadas
del corro a golpe del cuerpo de la trompa o del eje, siempre que gire, o un
juego similar consistente en chocar la trompa propia contra otra trompa,
propiedad de alguno de los jugadores del grupo, el que la tiraba peor en la
tanda de inicio, que se ponía en el centro del círculo. Eso era válido mientras
la trompa del tirador girara después del choque. Son juegos que ellos también
habían practicado.
Hemos recordado los lugares. En mi caso, el
corto tramo llano poco más arriba de la Clínica de Savín, donde, en los
primeros sesenta, ya era posible jugar sin que la trompa se enfilara cuesta
abajo por El Ojillo, cuyo asfaltado, desde el Cristo hasta la ermita blanca de
San Roque, era reciente.
No he olvidado hablarles de los "Trompalaris de Urioste", que
llegaron a salir en el Estudio Abierto de Íñigo, cosa que, algunos, recordaba
con agrado.
La trompa, es un juguete muy antiguo: en
Grecia y Roma los niños ya jugaban con ellas. Platón hace alusión y Catón, el
censor, ya las describe como juego sin violencia y educativo.
Tener una trompa bien pintada y libre de
marcas de golpes era un orgullo. Y, en el Portu que yo recuerdo, eso, era muy
valorado.
MARTINTXU
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