jueves, 26 de diciembre de 2024

BERNARDO ATXAGA Y SUS RECUERDOS DE PORTUGALETE

 


Acabamos de leer la noticia de que Bernardo Atxaga, miembro de Euskaltzaindia y Premio Nacional de las letras españolas, ha sido condecorado con la medalla de oro al Mérito en Bellas Artes, una de las máximas distinciones por méritos en el campo de la creación artística y cultural.

Esto nos trae a la memoria la cita que nos dejó en Lekuak, su autobiografía de sus años en Portugalete que recogimos en el nº8 de Cuadernos Portugalujos y que traducido por Roberto Hernández Gallejones decía: 

Todavía recuerdo que me acerqué al pueblo por primera vez desde la margen derecha de la ría, después de visitar a un amigo de Algorta, y que para pasar al otro lado tuve que coger un bote al que llamaban “gasolino”. Ibamos sobre el agua, y de repente, al mismo tiempo que el encargado del bote aminoraba la velocidad, un carguero tremendo pasó por delante de nosotros llenando las olas; era del tamaño de una casa de cinco pisos, de color negro y rojo, y tenía a su costado escrito el nombre de “Ingrid”. Cuando el barco nos adelantó, vi a dos marineros en su parte trasera, y alcé la mano y les saludé. Qué vayan lejos, que se lleven –como si fuese otra carga– mi clase de vida de hasta entonces.

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Durante tres años estuve dando clases en Portugalete. Primero, tuve como alumnas a las dos hijas de Rosa, Ainhoa e Itsaso; a continuación, a las dos hermanas y a su primo Jon, que solía gritar “potaje” y arrugar la frente delante de los ejercicios difíciles; –y al hermano del niño que hacía “bu bu”, por otro lado–, luego, a los padres de aquellos niños, Rosa y Pablo, María José y José Ignacio; al poco tiempo, a todos aquellos y a un gran grupo que se juntaba en la ikastola, casi completamente formado por señoras; cuando llegó el verano, de nuevo, los alumnos universitarios, en su deseo de mejorar su euskera, se acercaban a un local parroquial, y siempre la presencia del mar: Unas veces, aparecía el abuelo de Ainhoa, de Itsaso y de Jon, que trabajaba en los prácticos de la Ría en aquellos tiempos, y me llevaba a ver la botadura de un barco; otras veces, a consecuencia de un escrito de clase sabía que algunas de aquellas mujeres que estaban aprendiendo euskera estaban casadas con capitanes de barco; en la siguiente ocasión, tenía noticias de la trainera Sotera, y aprendía el porqué de aquel nombre. 

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Cuando se cumplieron aquellos tres años –he dicho antes que fueron años felices– me marché de allí con pocas ganas. No pude seguir con aquel trabajo, eso fue todo. Para entonces había conseguido un puesto de trabajo más estable –en el instituto de Txurdinaga, exactamente–, y tenía nuevos proyectos, ligados con la literatura, los cuales me exigirían mucho tiempo. Por tanto, tenía que irme.

El último día, cuando iba a la estación de tren de Peñota, vi al pavo real del parque cuando tenía completamente abierta la cola, y, como a los marineros del barco de mi llegada, le saludé con la mano. Así acabó mi estancia en Portugalete.

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