Entre los fondos que Mariano Ciriquiain Careaga nos envió de
su padre, figura un artículo suyo publicado el 13 de marzo de 1938 en EL PUEBLO VASCO.
Como
relata la aventura que “Rafa Borreguero” le contó tras su regreso de Rusia
recurrimos al hijo de éste, Cheché
García-Borreguero, quien nos ha facilitado fotografías en una de las cuales
aparece otro portugalujo que estaba con él como fue Heliodoro de Palacio, que
tras la guerra sería su cuñado.
El
resumen de la aventura es el siguiente:
Corría
el año 1937 en plena guerra civil cuando el barco mercante “Delfina” con matrícula
de Bilbao, y con Rafael García-Borreguero de segundo oficial y Heliodoro de Palacio,
como técnico de mantenimiento, fue incautado por el Gobierno de Euzkadi.
Enviados
a Rusia llegaron a Arkangel, en las proximidades del Polo, donde encontraron a
otros barcos de la misma matricula: el “Candina”, el “Josiña”, el “Cabo
Quilates”, el “Luchana" y el “Manuchu”. Todos sus capitanes desconocían su
cometido en aquel puerto.
Producida
la caída de Bilbao, como ya no tenían puerto a donde volver, les hicieron
refugiarse en el río Duina, donde permanecieron los seis barcos, durante dos
meses.
A
finales de setiembre desde Moscú reciben orden de partir rumbo al Este por unos
mares que estaban próximos a cerrarse, salvo para los rompe-hielos,
facilitándoles solamente algunas ropas acolchadas, “tovarys”, y provisiones de
boca y máquina para quince días. Los barcos, con 200 hombres, doblaron el Cabo
Kanin-Nos, donde recibieron orden de virar hacia el estrecho de Matoschi, al
sur de Nueva Zembla, hasta llegar a Dickson, una estación pesquera, aislada
totalmente del mundo, durante nueve meses al año. Y allí les hicieron internarse
en el río Yenisei en un país en que sus gentes sólo disfrutaban de media hora
de sol y se alimentaban de pescados podridos.
Serían
600 millas de navegación por un cauce de 50 metros escasos de anchura, sin
práctico y sin cartas; con una sonda por lazarillo, por lo que no hacían más
que 27 millas, cuando sus singladuras ordinarias eran de 200.
Tras
siete días de navegación llegaron a Igarka, una estación maderera, enclavada
casi en el centro de Siberia, a 100 kilómetros escasos del ferrocarril
Transiberiano. Unas chozas pobres y madera, mucha madera, que era la carga que
tenían que trasportar. Allí estuvieron durante cinco días, pero no pudieron
terminar su labor, pues se había empezado a helar el río por el Norte. Era
preciso partir sin demora. Como se les había agotado la despensa, quisieron
hacer provisiones, pero sólo consiguieron dos sacos de harina para los 200
hombres.
Con
el río helándose se fueron moviendo a golpes, dando máquina adelante y atrás, a
fin de evitar que los hielos los envolvieran, haciendo singladuras de siete millas
con lo que tras 15 días sólo habían avanzado 300 millas, la mitad del camino,
por un río sin balizas ni luces pues estaban en plena noche polar de 23 horas,
hasta que con una corteza de hielo de casi un metro fue imposible seguir. En
estas condiciones, estuvieron durante doce días, y siete de ellos sin comer.
Al
Delfina se le reventaron las tuberías de las calderas y se le cascó el eje del
timón. La tragedia de hambre, frío y los lobos como si presintieran un festín
de huesos, aullando por las riberas del río, les hizo lanzar angustiosos S.O.S.
hasta que después de tres días les
recogió el rompe-hielos “Yermak” que tras no pocas
dificultades consiguió
arrastrarlos hasta Dickson donde los barcos se tendrían que quedar hasta que el
sol de junio derritiera los hielos.
Como
el poblado no contaba con alimentación para tanta gente, desde Moscú se ordenó
que se quedaran los seis capitanes con los seis primeros maquinistas llevándose
el rompe-hielos al resto.
En
Kolguyeb, una pequeña isla al Sur de Nueva Zembla, pasaron del “Yermak” al
“Voroña”, un vapor correo, que había de reintegrarlos a Arkangel, donde
llegaron el 13 de noviembre. No les alojaron en esta ciudad de unos 400.000
habitantes, y les llevaron muertos de frio a Lagia, un asilo de los
alrededores, donde permanecieron hasta principios de febrero, en que se les
presentó un comisario, invitándoles a que se aprestaran a defender la España
republicana.
El
regreso lo hicieron por Mourmansk, al Norte de Kola, bordeando el Mar Blanco,
5.000 kilómetros sobre unas colchonetas de chinches durante cinco días con sus
noches, después, Londres, y El Havre para, tras diversas peripecias, llegar a
casa.
El
relato completo, que consideramos de gran interés, y que hay que considerarlo
en el contexto de los momentos en que se escribió, lo hemos incluido en la
Biblioteca Digital Portugaluja, y solo nos queda la duda de si entre los 200
hombres que vivieron la aventura no habría alguno más de Portugalete.