Ya hace 8 años
con motivo del 75 aniversario de los bombardeos de Portugalete, Tasio Munarriz
nos habló de una consecuencia de los mismos como fueron los evacuados y
especialmente los niños de la guerra.
Ahora que en
el Centro Cultural Santa Clara, Oroituz presenta una exposición sobre esta
faceta de nuestra guerra, traemos los recuerdos de uno de aquellos niños Jesús Urbina Santamaría, que se recogieron en el libro Corazón
de cartón, de Domingo Eizaguirre (1999).
El extracto de
su salida en el Habana y su regreso en 1940 es el siguiente:
La primera idea que tuve yo de Inglaterra me
la dio Laurita Astondoa, hija de aquel famoso calafate de Portugalete. Me dijo
que era como un plato lleno de mantequilla. Yo no creía que eso fuera verdad,
sobre todo en aquellos días en que faltaba de todo. Arroz había, eso sí, y mi
madre lo ponía hasta con puerros. (…)
Era
en la primavera del 37 y todo era hambre, miseria y miedo. Miedo sobre todo a
los bombardeos constantes de la aviación franquista, aquellos terribles Junkers
alemanes de chapa abarquillada. Aún me parece que los veo acercarse tres o
cuatro a un tiempo y el ruido que hacían era algo que no se puede olvidar. La
sirena de Altos Hornos nos avisaba de su llegada, a veces tarde cuando ya
oíamos el ruido. El desconcierto y el pánico eran inenarrables.
Nuestra escuela de Abatxolo servía de
cuartel a un batallón de soldados de la República. Los sótanos se habían
habilitado como refugio antiaéreo y la gente corría despavorida hacia ellos
cada vez que sonaba la sirena. Resulto ser una ratonera porque los aviones
fascistas llegaron a saber que allí había tropas.
Mi amigo Municha y yo preferíamos
escondernos entre los matorrales de la colina que llamábamos Campa de Vizcaya.
Desde allí, agazapados, los veíamos llegar, casi siempre en dirección
Mungia-Leioa. El aeródromo militar republicano estaba en Lamiako. Era un campo
tan pequeño que aun hoy, viéndolo tan deteriorado, no puedo explicarme cómo
podían operar desde allí los tres o cuatro ratas o chatos, rusos creo, siempre dispuestos a presentar combate a los
bombarderos alemanes.
Aquellos combates aéreos nos producían una
emoción indescriptible. ¡Ver en acción a la aviadora rusa y, sobre todo, al
capitán del Río, el héroe de todos los chavales vascos, que a la tercera o
cuarta pirueta, acompañada siempre por el tableteo de las ametralladoras, ponía
en fuga a la aviación enemiga! (…)
Menos
espectacular, pero más seguro como refugio, era el túnel del ferrocarril en Portugalete.
Un día de Abril, bajando a toda prisa las escaleras de La Canilla hacia el
túnel, tratando de llegar antes de que los aviones estuvieran encima, me caí y
me hice una brecha en la frente.
Tuvieron que
darme siete puntos de sutura en el hospital que se había improvisado en una
casa del Muelle Nuevo.
Era mayo cuando nuestro padre nos dio la
noticia sorprendente: mi hermana Anita y yo íbamos a embarcar en Santurce hacia
Inglaterra, ¡hacia la tierra de la mantequilla! Mi madre y mi abuela nos
hicieron dos petates de lona blanca. Mi padre les puso las etiquetas. Jesús …,
Ana ….
Una tarde nos despedimos de nuestra madre y
de la abuela. Relimpios, como dos gatos mojados, salimos andando hacia el
muelle. Mi padre nos acompañaba. Cada vez que yo me distraía y rezagaba, él me
empujaba suavemente con su paraguas. Supongo que sólo quería vernos libres de
tantas penurias, asegurarse de que llegábamos al puerto a tiempo. Pensaría
también en sus otros siete hijos, tres en el frente. Recuerdo vagamente el
embarque en Santurce, lleno de gritos, casi todos llamando a la madre. Yo tenía
nueve años, mi hermana doce.
Encontrarme de pronto en un barco inmenso,
lleno de críos como yo, fue para mí el comienzo de una gran aventura, de otra
vida. En cuanto el “Habana” soltó amarras del puerto de Santurce, mi hermana
empezó a notar los efectos del mareo y ya no quiso salir más del camarote,
donde permanecía echada diciendo que quería volver a casa, que se moría. El
barco era una sinfonía de voces lastimeras, ayes y gritos. Yo iba a lo mío,
hacer viajes a la cocina y regresar con bocadillos, huevos cocidos y pastel de
bizcocho, ¡Jauja…,! mucho de lo cual quedaba intacto en una balda del camarote
porque, a pesar de mi insistencia, mi hermana no quería ni olerlo. El caso es
que al segundo día de viaje la balda empezó a vaciarse. Mi hermana se
recuperaba. La cara del cocinero fue para mí durante muchos años la de Cristo;
¡cómo olvidar a un señor que te entrega los más ricos manjares sin pedir nada a
cambio? Treinta y tantos años después volví a verle de portero en una casa de
Portugalete.
Al llegar nuestro turno, Ana y yo
desembarcamos con nuestros hatillos al hombro. La Inspección de Sanidad
inglesa, doctores y enfermeras, nos iba auscultando minuciosamente a medida que
bajábamos y nos prendían en la ropa una cinta blanca si nos veían sanos o una
roja si creían ver algún amago de enfermedad. A mí me pusieron una cinta
blanca. (…)
Nuestra partida fue confusa. Chicos con
chicos, chicas con chicas, me separaron de mi hermana. Pero en medio de aquel
guirigay de gente volví a encontrarla y ya no me solté de ella. Vimos entre
aquella masa en movimiento un flamante autobús y, esperando a tomarlo, a la
cabeza de una fila de niños a una maestra de Portugalete que conocíamos. Sin dudarlo nos unimos a su
fila. Aquel autobús iba nada menos que a Londres, a la capital de Inglaterra,
como nos habían enseñado en Abatxolo. (…)
A mediados de 1939 se repatrió bastante
gente de la colonia a España. Yo me fui definitivamente a Londres a vivir con
Mrs. Swinden y a mi hermana Anita la enviaron a trabajar en un hotelito de
Blackwater que se llamaba “The Old Manor”. También ella tuvo un padrino que le
brindó su casa, Mr. Osbome, de Silverdene, Famborough. Mi hermana conservó
siempre muy buenos recuerdos de aquella familia.
Aquel mismo año comenzó la segunda guerra
mundial y supe que el campo grande de la colonia se había habilitado con
barracones del ejército inglés y con cañones antiaéreos. Londres se protegía
con la famosa barrera de globos contra la aviación alemana (…)
En enero de 1940 mi padre nos reclamó
desde Francia. Me dolió en el alma tener que despedirme de Mrs. Swinden, que
había sido para mí una auténtica madre. Cruzamos el Canal en ferry y nos
llevaron a París y de allí a Bayona. Mi padre nos acomodó unos días a pensión
completa en un bar fonda. No se quién pagaría aquello, posiblemente el Gobierno
Vasco en el exilio. Nos trasladamos después a una gran mansión habilitada para
refugiados vascos en el distrito de Saint-Etienne: “Le Vigneau”. Viviendo allí
mi hermana y yo fue cuando se produjo la invasión alemana de Francia. Mi padre,
que trabajaba en Gers, lo dejó todo y se vino más de doscientos kilómetros en
bicicleta a buscarnos.
Cruzamos a la buena de Dios la frontera de
Irún los tres juntos. Fue el 24 de agosto de 1940. Volvíamos a casa después de
tres años de peripecias. Encontré mi casa muy pequeña. Allí nos esperaba
nuestra madre y allí había sufrido lo suyo, con sus hijos en el frente o
desperdigados por el mundo.
La primera cena que nos dio nuestra madre al volver fue un guisado de carne con patatas como solo ella sabía hacer y de postre ciruelas claudias. Sabe Dios dónde pudo encontrar aquella carne.
De las miserias que se vivieron después
sabe, o debería saber, todo el mundo. De aquella época negra, de la posguerra
interminable, se podría hablar eternamente. Prefiero acabar
recordando con
gratitud a aquella Inglaterra y a su gente que supieron acogernos en un momento
tan difícil, que supieron tratarnos como lo que éramos, como a seres humanos,
en su tierra de la mantequilla.
El relato completo, con su
estancia en Inglaterra se puede consultar en la Biblioteca Digital Portugaluja,
bajo el título DIARIO DEL PORTUGALUJO JESÚS URBINA.