En distintas ocasiones,
portugalujos tanto residentes aquí como en otra parte de la península o al otro
lado del Atlántico (recuerdo el caso de nuestro amigo Fran, del Ganerantz) nos
han enviado escritos de diversa extensión y temática por si pudieran ser de nuestro interés.
Normalmente no les hemos
encontrado encaje en el formato de nuestro blog, pero por otro lado, el
tratarse de portugalujos que nos siguen desde lejos creemos que bien se merecen
nuestra atención, así que vamos a estudiar para darlos a conocer.
De momento para aquellos relatos
cortos que se pueden leer de un tirón en una entrada de este blog, les
abriremos el apartado del FIN DE SEMANA como hemos encabezado esta entrada.
Empezamos hoy con estas líneas
que nos envía Martín U. Landa, a las que hemos ilustrado con tres personajes
que él cita: Pruden el colchonero del Ojillo, Felipe Llorca, el practicante, y
Martina vareando la lana de los colchones:
¿A qué huele Portugalete?
Gran pregunta que me hacía un par
de semanas atrás, bajando por la calle de Enmedio, después de recorrer El
Ojillo, mi Ojillo, viendo las novedades.
Creo que aquí, falta algo. Ahora,
Portu, no tiene los aromas de que poseía en mi infancia, olores recordados y,
si dormidos a veces, jamás olvidados, pero que, en el paseo por los parajes de
mi tiempo en la chiquillería, despiertan y vuelven, saludan y se quedan un rato
conmigo, husmeo su esencia y su presencia, llaman a otros recuerdos, otras
fragancias, otros efluvios, otros vapores,... y el placer es imparable. Cuando
llega.
Ayer, oculto ya el sol, su luz se
apaga en la tarde, oscurece, las nubes engordan semejando gigantescos
algodones, destella el relámpago, suena el trueno, primeras gotas de lluvia de
tormenta,... ¡huele a tierra mojada!,
ese era un aviso para correr a
casa antes de quedar empapado.
Se sostiene el aroma a ozono, es
muy agradable,... mmmm!!. Es uno de mis
primeros recuerdos. Pero no dura mucho, no; la vida moderna no da para esos
excesos hedonistas y solitarios.
Vuelven a mi vivencia las campas
de verdes pastos de Bautista, las huertas de Pablo y de Martin, los prados de
Repélega y de Los Hoyos, de la campa de
"El Gordo", escenario de grandes partidos de fútbol,... en los primeros años sesenta.
Y de más lugares, que, por
asociación memorística, vienen a decirme dónde estuve y me recuerdan los días
de mi infancia y adolescencia.
A saber: si abro la puerta de La
Exquisita (ya no está), junto al cine Ideal, el "Revi", se podía
notar, en una aspiración, el alma de las especias y semillas exóticas
utilizadas en sus elaboraciones. Ah! sus mostachones, mmmm!!, exquisitos. Y
cómo olvidar, los olores a pan recién hecho que emanaban de la panadería de
Garaizábal, frente a la escuela de Zubeldia, sin dejar de lado los resultados
de la siega en la citada campa de El Gordo ó en las de El Pasiego: efluvios
bien dignos de formar parte de un perfume masculino.
Un olor peculiar es el que se
nota desde la puerta en la carnicería de Gárate -así huele la buena carne-, tan
peculiar como el ambiente de "El Metro" -ah! Puri, Conchi, Justo- y
sus pintxos "de todo", pero no me puedo olvidar de sus aceitunas negras:
nunca las he encontrado con sabor igual.
Si alguien de la villa olvida los
olores que vienen de la cocina de "El Siglo", le retiramos el
saludo, y si, además, no reconoce el
olor a motor de gasolino que se percibe en "la fábrica de tubos”, sobre el
embarcadero de El pasaje, le quitamos el carnet de portugalujo.
Hay dos lugares: el astillero de
los Astondoa y la colchonería de Eulogio, luego de Pruden, donde, los niños no
éramos espantados y en un ratito, aprendíamos, sin preguntar, que cada madera
tiene su aroma identificador, del mismo modo que el vino de las barricas de
Acha.
Y ¿quién de nosotros no recuerda
los olores en el muelle durante el cebado de los palangres de Nisio? Eran los
mismos que respirábamos en las escaleras del paseo de “La Punta”, las que dan a
la dársena de Peñota, mientras teníamos echado el retel para nécoras... que algunos venderían después a cocineros
locales para engrosar un poco la "paga" semanal.
Un aroma humilde, a buen aceite,
que sigue en mi memoria, es el que emitían las churrerías del Muelle Viejo, una
a cada lado de las escaleras que dan a la plaza. Y mira que en Madrid presumen
de que sus churros y sus porras son mejores. Ya, por aquí.
A estas alturas, me parece que
quedamos pocos que puedan recordar el aroma a húmedo en el vestuario del campo
de San Roque. El mismo que se apreciaba en el “Callejón del muerto” y en las escaleras de la bajada del
campo de la iglesia a la estación.
Quizá alguno más, hayamos
retenido en la memoria el olor a éter en el Cuarto de Socorro, donde Felipe
Llorca. Años después echo de menos, los aromas en las zapaterías de la calle de
Enmedio.
Hay algo que no termino de
encontrar, debo de estar yendo a la caducidad. Creo que en Portu hubo algunos
eucaliptus y recuerdo el aroma de sus vahos, pero no consigo situarlos; quizá
en la campa de la ermita, ó ¿ésos eran plátanos?, ó acaso en la explanada, ante
el lavadero de Zubeldia.
Me vais a perdonar por dejar lo
más íntimo para el final: a) los olores de la lana de los colchones que vareaba
mi abuela Martina y b) el aroma de las chinchortas que traía a casa. Tantos
años después... no sé dónde las adquiría.
Quizá el error está en la
pregunta del inicio: es lo más parecido a preguntarme por el olor de las nubes en Portugalete, por el tacto de las
paredes, por el sabor,…
¿El sabor?,… no, los sabores de
Portugalete merecen un tratamiento, que, aunque sea de lejos, 560 km., y
pasados 40 años, recibirán un próximo repaso.
Un abrazo a todos:
Martintxu