De todos los
lugares en los que se asentaron portugalujos, Cuba fue uno de los que se mostró
más receptivo, o al menos más apetecible a los ojos de nuestros antepasados,
desde épocas muy tempranas. De la mayoría, apenas unas líneas es todo lo que
conservamos de su memoria; Retazos de historias, que encierran detrás las vidas, en toda su
complejidad, de personas anónimas. Hemos de reconocer que resulta sumamente
complicado poder elaborar un discurso coherente sobre una base tan compleja y
heterogénea en el que se mezclan diferentes siglos, actividades e historias de
éxito y fracaso. Pero vamos a hacer de la necesidad virtud, y como si miráramos
en un caleidoscopio, rescataremos algunos de estos fragmentos de vida, que nos
van a servir para ilustrarnos de los diversos prototipos del accionar de los
portugalujos que marcharon a Cuba; un recorrido que al mismo tiempo, nos sirve
para esbozar en perspectiva la propia evolución histórica cubana.
Fue ya entrado el siglo XVIII, cuando se produjo un
cambio modificando nuevamente el panorama económico y, de paso, el atractivo de
las islas caribeñas, entre ellas Cuba. Numerosos factores se habían aliado para
que en Europa creciera la demanda de esos productos que se han englobado
generalmente con el nombre de coloniales. Azúcar, café, cacao, tabaco y
otras delicias tropicales, a las que los europeos comenzaron a aficionarse, y
solicitar cada vez en mayor cantidad. Cambiaban las costumbres, pero también
las mejoras en el transporte marítimo hacían más barata su exportación hacia la
vieja Europa. Y, de repente, los espacios cálidos del Caribe se convirtieron en
máquinas de hacer dinero, donde se establecieron plantaciones para la
producción casi-industrial de estos productos. El sofocante clima tropical, que
antes había contribuido a la marginación de estos territorios, era ahora un
aliado en su recuperación.
En poco tiempo, los piratas fueron reemplazados por
hacendados, y esclavos. En Cuba, la población se dobló, y para 1772 era ya de
172.000 personas, de ellas casi el 44% negros y mestizos. Junto a ellos, la
población blanca era un mezcla heterogénea de grandes funcionarios, militares,
ricos hacendados, dueños de ingenios azucareros, comerciantes, pero también una
amplia base de criollos e inmigrantes de clase media: pequeños comerciantes,
dependientes, trabajadores manuales, una masa que pugnaba por hacerse con su
trozo del pastel del nuevo sueño americano, ahora de manos de la sacarocracia
–que es como comenzó a ser denominado este nuevo régimen económico-social–. Un
poco por el nuevo atractivo de Cuba, otro poco por la propia debilidad del
régimen esclavista –los esclavos presentaban una bajísima natalidad y se hacía
difícil el reemplazo generacional de esta mano de obra–, y otro poco por
razones ideológico-racistas –el peligro de las revueltas negras y el deseo de
“blanquear” el país–, se dio como resultado el nuevo repunte de la emigración peninsular
hacia Cuba. Cientos, luego miles de jóvenes, sobre todo de la cornisa
cantábrica, de Cataluña y de Canarias, comenzaron a afluir hacia la isla. El
siglo XIX fue, sin duda, la gran época de la emigración hacia Cuba.
¿Quiénes eran estos emigrantes? Por lo general,
gente joven, si bien en la mayoría de los casos contaban ya con una preparación
previa, sobre todo en primeras letras y cálculo. No en vano, su destino
preferente solía ser, en la mayoría de los casos, el comercio o la gestión de
negocios. Llegaban como pinches, ayudantes o amanuenses de parientes suyos, que
regentaban tiendas en La Habana o dirigían alguna hacienda en el interior.
Hubo algunos afortunados cuyos anhelos se les
convirtió en realidad siendo Manuel Calvo, el más conocido con su ascenso como
dependiente hasta la riqueza, los honores y el poder. Hubo, sin duda, otros
como él; tal fue el caso, por ejemplo, de los Otaduy –relacionados en sus
negocios con el propio Manuel Calvo–, si bien en este caso podríamos llenar
páginas de novelas con la faceta menos amable de sus negocios, aquella que los
llevó al comercio negrero y al tráfico de opio en el Extremo Oriente. Ser de
Portugalete, a pesar de la buena opinión que tienen los portugalujos de sí
mismos, no significa tener un pasaporte directo al cielo.
O también, podríamos hablar de Sotero Escarza, otro hacendado
sacarócrata, dueño de un ingenio azucarero llamado, precisamente, Portugalete, en el término municipal de
Camarones, y al que hizo llegar una línea de ferrocarril, cuatro años más tarde
de que el tren llegara también a este Portugalete.
Pero fueron muchos más los que, en su carrera
americana, no llegaron a ese punto en el que todo su anhelo era regresar a
disfrutar de las rentas y del título de indiano en la villa, enriquecido hasta
el punto de no tener que volver a trabajar.
Abundan, por el contrario, los que podemos llamar
“pequeños triunfadores”, aquellos que no regresaron construyendo grandes
palacios ni entregando grandes legados a sus deudos y convecinos, pero que
consiguieron de su paso por Cuba esa ansiada mejora, ese ideal de subir al
menos un peldaño en la escala social y abandonar el miedo a la pobreza por la
seguridad del pequeño capital ahorrado. Como le ocurrió a Lorenzo Benito García Zavalla, portugalujo de la quinta de 1878,
quien por haberse quedado “huérfano de
padre y madre –se decía en la averiguación de su paradero– se ausentó hace tiempo a La Habana, sin que
tenga pariente alguno en esta villa”. O a Isidro Barrena Escobal, del que un año antes, también al ser
llamado a quintas, se expresaba que se hallaba ausente en Cuba desde septiembre
de 1872, ocupado en el comercio. O, ya en el siglo XX, a Marciano Martínez Zornoza, nacido en 1891, que había marchado a
trabajar a la ciudad cubana de Matanzas. Porque Cuba, hay que señalarlo, no
perdió atractivo para el emigrante peninsular incluso después de haber
conseguido su independencia.
Un atractivo, por otra parte, que fue poderosísimo
para la sociedad portugaluja de la segunda mitad del siglo XIX. De hecho,
muchos de los personajes que han marcado la pequeña historia de Portugalete en el
último siglo y medio, tuvieron su origen en alguna de estas sagas familiares
levantadas a base de emigración y trabajo en Cuba. Como el doctor José Zaldúa,
médico del Asilo, hoy recordado en el callejero, nacido en La Habana en 1884,
que vino a casarse a Portugalete, donde permaneció hasta su muerte en 1872. O Gumersindo Vicuña, miembro de otra familia conocida y reconocida de la villa a
fines del siglo XIX; hija de padre guipuzcoano, su madre, Rosa de Lazcano, era portugaluja emigrada en La Habana, donde
nacieron los hijos de la pareja; si bien la familia regresó pronto. De su
actuación posterior como catedrático y político, poco tenemos que decir, porque
es bien conocida.
De todos modos, no podemos caer en el optimismo
atroz de pensar que la emigración fue un camino de rosas, un marchar sin
esfuerzos en el camino del éxito. También hubo quien fue a Cuba de un modo
forzado, cumpliendo el servicio militar –como fue el caso de Ángel de Olloqui Durañona, en 1880–, o
quien una vez en Cuba se vio impedido de cumplir sus sueños, siquiera de ver
calmada la añoranza de su Portugalete natal. Añoranza que, sin duda, recordaría
en su delirio febril el portugalujo Isidoro
Tapia Bermeosolo, miembro de la 4ª Compañía de los Tercios Vascongados en
la isla de Cuba, cuando falleció en el hospital de Cienfuegos del 11 de
noviembre de 1870, a
causa de la disentería.
Oscar Alvarez Gila
Marzo 2004