A comienzos del siglo XIX, las
dos leguas que separan Bilbao de Portugalete se realizaban en una
lancha cubierta, a la que llamaban “carroza”, que se arrastraba a la
sirga y que empleaba tres horas en la travesía del río. Eso en las mejores
condiciones, porque podía ser aún más largo si la marea y el viento eran
contrarios o si se reiteraban las interrupciones de los sirgueros para tomar
aliento y una copa. Letras grandes anunciaban los nombres de la carroza: “El
relámpago” y “La veloz”, ante los que era imposible no esbozar
una sonrisa.
Se embarcaba a las ocho de la
mañana en el muelle del Arenal, después de oir misa, porque estas expediciones se
hacían siempre en día festivo. Faltaba poco para el mediodía cuando, por fin,
se llegaba al deseado término para pasar un “día de campo” o “un
día de agua”.
Todavía no había casetas en las
playas, como las que pueden verse en antiguas fotografías; las mujeres se
cambiaban entre las rocas y los hombres como podían. Tampoco había
fondas.
Luego llegó el vapor, el Ibaizabal, largo y verde, para hacer de forma
mecánica el mismo trabajo que antes hizo la sirga, moviendo sus paletas con
estrépito. Y las mujeres se guardaban, vestidas de blanco, bajo su amplio
toldo. También él quedó viejo –los muchachos lo burlaban llamándolo Manuzar-, y fue sustituido por el
Nervión ¡Con qué gracia doblaba la punta de la
Venerita! ¡Punta que algunos desalmados
transformaron en Benedicta!
Llegaba el vapor a Portugalete y
allí saltaban los más impacientes queriendo llegar los primeros a la playa. Al
resto le aguardaban las bañeras, que se abrazaban a las clientes sin
soltarlas para acompañarles en el baño. Algunas eran clientes desde niñas y
ahora venían con sus hijos e hijas.
Luego llegaron las casetas, aún
sin salvavidas.
Eran quince días de baños.
Dedicados a proyectos, a pescar, a cazar, a buscar caracolillos... y a socorrer
a las bañistas. A la tarde se descansaba o se bajaba al muelle a tomar café, a
contemplar el mar y ver a los que volvían en el vapor. Un paseo a la Punta
del muelle tenía el atractivo de sentirse en un barco en medio del mar sin
los inconvenientes del balanceo.
Más tarde se abrieron los caminos
a ambas orillas del Ibaizabal y dieron paso al ómnibus, toda una
modernidad.
Este relato lo rescató Goio Bañales en su blog, del periódico
Irurac-Bat, de mitad del siglo XIX, firmado
por un tal Adolfo.