Al final de las clases, la algarabía se trasladaba a cada calle. Allí, con la merienda en mano, comenzaban los mil y un juegos, cada uno con su sonsonete y época: “¡Tres navíos en el mar…!”, “¡Un, dos, tres, carabá, bá, bá, tóqueme Roque!”, “¡Leeejía del Coneeejo, es la mejor lejíiiiiia...!.”, “¡Chorro, morro, pico, tallo, qué!”, “Bat, bi eta iru, lau, bost eta sei, pero que vaaaa que vi con el etaiiiiiru!”,“¡Alto la maza!”, etc. A esto, había que añadir el sonido de las trompas sobre el suelo o el de las hachas partiendo leñas para la chapa, delante del portal, para una vez terminada la labor volver a jugar hasta la hora de cenar, momento en que empezaba la monserga de todos los días: “¡Fulaniiiiitoooo, pa’casa!” con la súplica de costumbre: “¡Ama, un poco más!” y la respuesta de la jefa: “¡como baje ahí, vas a subir a alpargatazos!”. Poco a poco, el silencio se hacía dueño de las calles.
Al llegar la noche, antiguamente,
llegaba el turno de los serenos, que además de la vigilancia pregonaban: “¡Las doce en puuuunto y sereeeeno!”. En
mi calle comenzaba el “concierto” del bolingade Enrique hasta que Narcisa le
metía a casa y se acabó la interpretación del “Noche de amor, noche misteriosa…” cantado a su sombra. Entonces, tomaban
el relevo los gatos callejeros que se colocaban en fila para dormir calentitos
junto a la pared de la panadería. Todo acababa entre maullidos de terror cuando
aparecía el perro suelto del conserje del Campo San Roque. Como la población
gatuna seguía procreando, las bajas se cubrían con la siguiente camada que
venía precedida del maullar continuo durante el celo que parecía un bebé llorón.“ ¡Miaaaaau, miaaaau…!”.
Otro sonido semanal era la kalejira que hacía la Banda de
Txistularis los domingos al alba. Poco a poco, sus alegres sones iban sonando
más cerca y era el anuncio de que tocaba levantarse. En fiestas, era la Banda
de Música la que nos deleitaba con pasodobles a la hora de comer. Si tocaba día
de salida de los gigantes y cabezudos, los cohetes y los txistularis se
encargaban de anunciar y acompañar el festejo.
Que decir de aquellas sonoras comedias
que interpretaban los volatineros con su estrella, el enano Cosmín. Todo el público
con su banqueta entonaba aquella de: “¡Cosmín,
Cosmín, te quiero porque eres tan chiquitín…!” o la atracción delante del
bar Rovira que pregonaba la visión de un eclipse a través del culo de una
botella: “¡No se lo pierda, esto es
genial, vea el eclipse por solo un real!.Periódicamente, recorrían las
calles “los gitanos de la cabra”. Un trompetistau
organista entonaba un pasodoble “¡pararapapáparabapapapapapa..!”
mientras la cabra, dirigida por el secretario y su palito, subía por la
escalera plegable hasta colocar sus cuatro patas sobre un pequeño taco de
madera y dar un giro saludando al público al que la secretaria pasaba el
sombrero.
José
Luis Garaizabal Flaño
(seguiremos con otros sonidos
callejeros)
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