Era el mes de junio una vez acabado el
agotador trabajo de acarrear jaros, maderas, muebles, papeles, etc. montar los
calentines de San Juan, cuando se abría oficialmente la temporada de baños.
Cuando éramos críos, bajábamos de los
distintos barrios al territorio de los del Muelle Viejo, acompañados por algún
mayor que nos vigilaba, pero a medida que íbamos creciendo y sobre todo una vez
de haber aprendido a nadar, organizábamos la excursión mañanera o vespertina en
función de la marea que mi ama nos anunciaba desde el balcón, previa consulta a
su tabla de mareas.
Una vez cumplido el rito de las tres
horas de digestión si habías comido carne o algo menos si había sido pescado,
partíamos de Zubeldia para bajar por el Campo de la Iglesia y los “caminillos”
hasta el Muelle Viejo. Tras pasar las vías y saludar a algún pariente o conocido
que hacía guardia al sol en el puesto de la Comandancia de Marina, por fin
llegábamos al dique.
Hablábamos del Dique para denominar las
diferentes zonas de baño que resultaron de las sucesivas obras del puerto. A
principio estuvo el verdadero “muelle viejo” que quedó sepultado con la llegada
del tren en 1888 y ahora yace bajo la placita de la estación de la Canilla. Le
siguió otro dique más amplio, en cuyo morro y escalera se bañaban nuestros
mayores, que sucumbió en 1934 bajo el relleno de la segunda parte del actual
Paseo de la Canilla, año en que se construyó el dique actual y la rampla. El
muelle de cierre se sustituyó por otro sobre el que se construyó el actual
Museo Rialia y el pabellón de San Nicolás, construyéndose una nueva rampla
mucho más larga y ancha.
La parte más alejada de baños estaba más
allá de la grúa donde las parejas “pelaban la pava”, en las escaleras desde donde
partían y llegaban los gasolinos a Algorta, “la línea más corta y la que menos
cuesta” según anunciaban los boteros para captar viajeros recién llegados en el
tren. Luego las escaleras de los veteranos remolcadores (Zabal, Altsu, Ur,
Arin, Auntz, Ayeta, Raposín…), que llamábamos del Chimbito pues en ellas
atracaba también aquel “autobús” acuático de Bilbao al Abra, que no tuvo mucho
éxito (1956-1960). El Dique propiamente dicho, hogar de lanchas de pesca y de amarradores,
botes de remo y de los misteriosos pontones de Tomás o Marcial (lanchas con
caseta cerrada donde se guardaba de todo). Y para terminar, la rampla y el
muelle de cierre del dique con su escalera, donde pasaban el invierno en tierra
un sin número de botes a la espera de la mano de pintura anual.
Esta era la zona favorita de baños junto
a los gasolinos azules de Hermosilla (Chomin y Josechu) y los verdes del Pasaje
(La Pinta, La Niña, Santa María, San Roque, etc), con la presencia de los
barcos areneros de los Flaño (Lagun Bi y Juan Flaño) y de algún bote
semihundido que se dejaba así para que se hinchase la madera causando el
asombro de bañistas y curiosos. Entre la rampla y el cargadero había un playazo
con alguna roca donde se varaban barcos viejos de madera y había una gran ancla
durmiendo su jubilación, que un día desapareció desguazada por chatarreros.
Tras dejar la ropa junto a la tapia de
las vías del tren, ¡todo el mundo al agua!. La rampla era la zona más tranquila
de baño, pero había que compartirla con los numerosos chapuzas que ponían las
embarcaciones a punto.
Desde aquella tapia era fácil acceder por
las vías al andén dirección Santurtzi, si no te pillaba el jefe de estación,
donde seguía manando tristemente la Fuente de la Canilla en un pozo realizado
junto al muro de contencióndel andén del que bebíamos mediante una pajita sorbiendo
desde el tubo de la fuente, mitigando así la sed generada por el salitre y los
tragos producidos por algún “chumbo”.
El aire era una mezcla de aromas. Por
una parte el de las “moñigas” de los burros de las aldeanas de la plaza que sus
“encargados” amarraban en la tapia del tren, se unía al de los palangres que
Nisio y su familia alistaban en el pretil de una de las escaleras del dique. Por
otra parte, el de los diferentes tipos de pintura vieja que se levantaba con
candileja de gasolina, se unía al olor de los desechos del matadero que
periódicamente teñían de rojo las aguas para asco de los bañistas y deleite de
los karramarros que por aquellos años poblaban la ría. Si a todo esto sumamos
los humos de Altos Hornos, el de los barcos que cargaban mineral y el de los
desguaces con sus humos y vertidos de petróleo, está claro por qué terminaron
por expulsarnos hacia las aguas “más limpias” de la Punta.
Cómo ya hemos dicho, lo primero era
aprender a nadar. Unos lo intentaban en la rampla o en la escalera con la ayuda
de algún cicerone que te sujetaba por la cintura. Otros se ayudaban de
flotadores o corcheras. La diplomatura se obtenía si pasabas desde la rampla a
las escaleras. También se aprendía a lo bruto. Algún mayor te empujaba al agua
y no había más remedio que chapotear hasta alcanzar un bote o la rampla. En mi
caso, mi maestro fue mi aitite Nicolás Flaño que cuando vino de uno de sus
viajes en el Tormes y se enteró que todavía no sabía nadar, pidió un bote a los
Llanos (familiares lejanos de mi amama Serena) y me condujo hasta una de las
boyas planas redondas de la dársena. Tras amarrar el bote a la argolla, me ató
una cuerda a la cintura, él se subió a la boya y me fue dando vueltas a su
alrededor aflojando de vez en cuando hasta que consiguió su objetivo. ¡Hala, a
la rampla que ya sabes nadar!
Estas boyas eran el destino tras buenas
singladuras natatorias. El premio, el tomar el sol tranquilamente y jugar “a lo
que haga el primero”. A otras más lejanas también se dirigían las chicas a
tomar el sol, “sin moscones”, en algún bote de remos, emigrando desde la
campita que bordeaba el camino hacia el cargadero, zona de paso prohibida por
un cartel y a veces por un guarda jurado de la compañía minera.
Habría para contar mil batallitas más,
pero por hoy ya vale. En las fotos de hoy, bañistas “en pelotas” de otras
épocas que seguro disfrutaron tanto o más que nosotros.
JOSE LUIS GARAIZABAL FLAÑO
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