A comienzos del siglo XVIII se avecindó en Portugalete Francisco de Jado Venero (o Xado Venero), cuyos descendientes omitieron la segunda parte del apellido limitándolo a la forma Jado. Aquí se casó en el año 1729, con María de la Riba y Garay, de cuya unión quedó abundante descendencia en Somorrostro y en Bilbao. Posiblemente el más conocido de sus descendientes sea Laureano de Jado, nacido en Bilbao en 1843, que dio nombre a la plaza que lleva su nombre en esta capital, filántropo, jurisconsulto, y primer presidente del Museo de Bellas Artes de Bilbao, entidad a la que donó su espléndida colección de arte, más de 150 obras.
Una de las ramas de esta familia
entroncó a finales del XVIII con los Ajeo,
originarios de Gorliz,
por el matrimonio de la portugaluja Marcelina
de Jado Goenaga con el gorliztarra José Antonio de Ajeo y Arteaga.
Precisamente de esta unión nació José María de Ajeo y Jado,
sobre el que versa este pequeño artículo.
Nuestro personaje nació en Portugalete en el año 1789 y, como
tantos otros paisanos suyos, emigró muy joven a América. Se instaló en Acapulco, entonces en Nueva España, llegando a ser una de las personas más
influyentes y acaudaladas de aquella ciudad. Sin embargo, los tiempos
turbulentos que le tocaron vivir provocaron que su ascenso social coincidiese
con los cambiantes momentos derivados de la revolución de los pueblos
indo-hispanoamericanos por conseguir la libertad.
En febrero de 1821 el capitán Vicente de Enderica proclamó
en Acapulco el plan de
Iguala, que se
vertebraba sobre tres puntos: la independencia de México, la igualdad de españoles y
criollos y la supremacía de la Iglesia
Católica, es decir, el que con anterioridad habían firmado
Itúrbide y
Guerrero y que había
sido reconocido por España.
La autoridad sobre el puerto de Acapulco
recayó en José María de Ajeo,
de ideas realistas, que fue nombrado alcalde primero de la ciudad, quien quedó
a la espera de una oportunidad para volver las cosas a su estado anterior. Esta
no tardó en producirse ya que en marzo del mismo año llegaron a Acapulco dos fragatas
españolas, al mando del capitán José Villegas.
Villegas
dio parte de su llegada al virrey, conde de Venadito, quien le ordenó que con la tropa de sus
buques se apoderase del puerto, ciudad y castillo. Al mismo tiempo, el teniente
coronel Francisco de Rionda,
comandante de la sexta división de las milicias de la costa, escribió a Acapulco para informarse de la
situación. José María de Ajeo
le invitó a que entrase en la ciudad y, con la ayuda de las fragatas,
restableciese el gobierno anterior.
Antes de que se produjese un
enfrentamiento el capitán Enderica salió de Acapulco con sus tropas y dejó la ciudad en
poder realista. Las primeras medidas tomadas consistieron en reparar la
fortaleza, que algún tiempo atrás había sido dejada en mal estado por el cura Morelos, caudillo revolucionario. Se
pretendía que todas las riquezas del vecindario quedasen a salvo guardadas en
aquel fuerte.
La reparación y aprovisionamiento del
castillo ocasionó enormes gastos que fueron sufragados por Ajeo al igual que el
mantenimiento de las fragatas y su tripulación. El montante de sus gastos
ascendió a la exorbitada cifra de 35.993 pesos fuertes.
Como sabemos, los esfuerzos de Ajeo resultaron inútiles y, tras
capitular en octubre de 1821, se vio obligado a entregar la ciudad a los
independentistas. Pasó a México
en busca de refuerzos pero al regreso fue hecho prisionero en tres ocasiones.
La última hubiese sido la definitiva, pues su destino era el cadalso, de no
haber logrado fugarse a Londres.
De allí pasó a Madrid,
en la que se instaló con su mujer y un hijo de corta edad.
José
María de Ajeo, que había dejado en América los restos de su hacienda,
se encontró aquí en la más absoluta de las miserias. Su única
oportunidad para recuperar parte de su fortuna consistía en que la regencia
tuviese en cuenta sus servicios y se los recompensase de alguna manera. En América se le había concedido la
distinción de Caballero de la Orden de Isabel II, pero esto no le
reportaba emolumento alguno.
Solicitó el empleo de Contador
Mayor del Real Tribunal de Cuentas de la isla de Puerto Rico, pero en su lugar
se le ofreció el puesto de oficial tercero de aquel Tribunal,
recompensado con una paga de 500 duros anuales, a la que tuvo que renunciar
porque con ello no podría vivir ni aunque, como alegaba, "tratase de
privarse de lo más necesario".
Las últimas referencias que tenemos se
remontan al año 1833 en el que la reina gobernadora dictó un Real Decreto
ordenando al Comisario General de la Cruzada que se informase sobre Ajeo y lo socorriese. En aquel
tiempo la ruina de Ajeo
era total, no disponiendo ni siquiera "para comprar ni un solo
pedazo de pan", y se hallaba en la necesidad de mendigar para
alimentar a su mujer e hijo, ambos enfermos y en cama.
Su caso no era único, pues eran muchos
los exiliados de América
que dependían de la corona y de que se les tuviese en cuenta en el reparto del
depósito de dinero que se creó para auxiliarlos.
No sabemos, en fin, cómo concluyó la
vida de aquel hombre que pretendía recuperar "la suerte perdida hace
12 años". Como tantos otros, había luchado en favor de los derechos
de la monarquía frente al derecho de los pueblos a su libertad y la paga que
tuvo, al menos la que conocemos, fue la más cruel de las miserias.
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