Pasados los 65 años,
cuando ser abuelo es un plan, un deseo y una posibilidad, me viene a la memoria
un e-mail que recibí hace tiempo en que alguien se refería a lo que el mundo
cambia en el curso de una vida.
Y es cierto, ¡¡cómo ha
cambiado todo!!, aunque algunas cosas, no tanto: escribí mi primer e-mail en el
año 1991, casi 30 años ha, y recuerdo que la misma aplicación informática ya nos
permitía hacer chat en línea. Aunque, eso sí, no teníamos redes sociales, ni
nuestro perfil era público, eso ha llegado después.
El primer teléfono
móvil que usé, es de poco tiempo después, 1995: era para localizarnos en las
guardias de mi departamento, y, hasta entonces, ese servicio lo prestábamos con
unos buscapersonas. Esos aparatitos fueron usados en la fábrica a partir de
1981, más o menos, aquí me falla la memoria.
¿Y en casa? Cuando yo
tengo recuerdos, algunos de antes del 60, no hay agua caliente en el grifo, se
calienta en un recipiente que tiene la cocina “económica”, todavía de carbón, y
que se vacía por su parte inferior. No hay lavadora, se lava a mano en “la
piedra”, aunque es de madera, cosa que no termino de entender. Todavía tenemos
la “fresquera”, porque las neveras aún están fuera del alcance del sueldo del
trabajador. Y la corriente es de 125 voltios, llevada por cables recubiertos de
tejido.
En mi infancia no hay
hipermercados, y el súper de entonces es más pequeño que la frutería de ahora.
Eso sí, íbamos a la compra todos los días. Y todos los días, se compraba el
periódico, aunque el quiosquero no estuviera. Se cogía el diario y se dejaba el
importe encima del montón correspondiente. No pasaba lo que le pasa a Manolo
ahora: que, si no madruga, le levantan periódicos y de dejar el euro y pico del
precio, nada.
En esos tiempos la
mirilla de la puerta es un agujero, por el que se ve el brillo del ojo que
observa desde dentro. En la casa de mi infancia no hay bañera, eso llegará en
mis ocho años, junto con el agua caliente en la fuente y el lavabo, pero será a
costa de perder un espacio exclusivo para jugar: el patio delantero.
Y además teníamos la
calle y las campas para jugar. No pasaban apenas vehículos. Creo que mi
generación es la última que pudo jugar en la calle: era nuestra, poníamos
cuatro piedras grandes para marcar la portería y ya teníamos campo de futbol
sin barro. Que venía el camión de Sirimiri, el de las gaseosas, pues nos
apartábamos. Ah! y merendábamos fruta recién cogida del árbol.
Y es que éramos de la
calle, en casa no había tele todavía y la radio ponía seriales y a la señora Francis
para las madres. No había lectores de CD y en 1960 vi el primer tocadiscos y el
primer magnetofón de cinta. Lo que digo: pasábamos tanto tiempo en la calle que
la ropa, entre nuestras caídas y rozadas y nuestros estirones, duraba poco y
eso, a base de remiendos y alargamiento de mangas y perneras. Poca ropa se
compraba, mi madre nos las cosía con su máquina ALFA.
El coche llegó más
tarde: en 1968. Para entonces la vida ya había cambiado a mejor, aunque había
ritos que no se perdían, por ejemplo el regateo con los aldeanos por el precio
de la verdura y las legumbres. Y en pesetas. Los Euros no estaban en la mesa de
nadie, el franco andaba por las quince pesetas y el dólar a unas sesenta; la
libra, imposible, por las doscientas.
No recuerdo el precio
de la gasolina, pero sí recuerdo el poste que había en la esquina Carlos
VII-Gral. Castaños, frente a la casa de los tres portales. Y también recuerdo
al tranvía, lo vi pocas veces ya que lo eliminaron en 1959, creo. Lo que si
cambió fue el vagón funerario, que pasó de ser tirado por caballos, a ser un
vehículo motorizado que subía la cuesta de El Ojillo hasta el cementerio.
MARTINTXU
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