Como Martintxu situa estos recuerdos de su
infancia y juventud en su calle de El Ojillo, encabezamos esta entrada con una foto de
gente de esta calle, tres de ellos los Llinares (hijos mayores de la
Valenciana) que vivían en el nº 12 junto a las Siervas y vecinos de su
Capellán, Don Andrés Álava. Sentados en la valla de madera que separaba la
pista de atletismo de ceniza del campo de San Roque, tienen detrás el frondoso jardín
de Goitia, y sobresaliendo al fondo la casa de Navarro, una de las primeras
edificaciones de Carlos VII. Eran los años 50 del siglo pasado.
Cuando tienes trece años y te ha crecido vello en la pelvis y en las
piernas, ir vestido de pantalón corto es degradante. Por mucho que mires,
aunque nada más sea para consolarte por la imposición familiar, no le ves las
ventajas.
Es más, dejas de
mirarte y miras a ver si alguien te mira. Pero si eso ocurre, te mueres de
vergüenza. Y si es la Maite ó la Blanca, a ti, con esos pelos y en pantalón de
niño, ¡qué baldón te cae!
Cuando tienes cuarenta
y el sol tuesta la piel y recuece los sesos, te preguntas porqué debes llevar
esas fundas hasta los tobillos. Y recuerdas tus veranos de vacación escolar con
las canillas al aire.
Al parecer, nada
ocurre en su momento. Si no que se lo pregunten a las chicas. Les pasa lo
mismo: con trece años están deseando llevar sujetador, más adelante, ya no,
pero después,… eso, hala! a recordar, que es lo que estoy haciendo.
Es el mundo al revés,
pero la historia que quiero contar habla de una ley, seguramente no escrita,
que decía que los niños debíamos usar pantalón corto. Incluso en invierno. El
pantalón corto era norma obligada.
Se te podían quedar
las canillas sin sangre, por el frío, pero, mientras llevaras el calzado, la
trenca, el verdugo y los guantes, de lana, por supuesto, ya estabas vestido
para aguantar el frío de los días invernales de Portugalete.
De pantalón corto hice
la primera comunión con mis piernas de palillito, como las de la canción. Eso
sí, toda la vida las tuve llenas de heridas y moretones, “como los burros
viejos”; ahora, también: la lanza de la caravana me busca la tibia para
clavarse.
El modelo de pantalón
corto no era opcional: los cosía mi madre a mano, que cosía bien, pero con el
primer estirón, pasamos rápidamente a la pantalonera y después, a comprarlos
donde Duque.
Mis primeros
pantalones largos fueron de Tergal®, una fibra moderna con tacto casi sedoso y
aspecto brillante.
Parece ser que la
costumbre indicaba que habíamos de llevar pantalón corto hasta salir de la
escuela, lo que solía ocurrir con catorce años, pero las hormonas no respetan
mucho las edades y, para entonces muchas piernas lucían ya no vello, sino
rígidas hebras.
Ahora bien, pasada la
época de las piernas al aire, en los años sesenta, llevar unos vaqueros era la
repera. Si, además, eran de Levi´s Strauss, su portador presumía mucho vestido
de auténticos “blue jeans” americanos.
Rondaban los años
1968, 1969,… con 14, 15,… años, y mientras mi voz se hizo grave, y en la cara
me salieron pelos y granos porque hacía el “cambio”; entonces, mis piernas
fueron tapadas por unas perneras.
Y la inocencia se
quedó en alguna parada de ese camino.
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