Fue el último de mi vida en que no tuve
otro compromiso que crecer y divertirme. Ese verano, todavía, los obreros de La
Naval y las comitivas funerarias pasaban por delante de casa, Ojillo arriba
siempre, unos de retorno a casa, ocupaban la calle, llevando en la mano el
cestillo con el que les enviaban la comida a media mañana. Los otros, a las
exequias, con los deudos, caminando igualmente, pero a paso lento. Algunos
hombres llevaban una banda negra en el brazo; otros, un botón negro en la
solapa.
Ese año, Carmelo era el portero del
Athletic, y con él, jugaban Canito, Orúe, Etura, Mauri, Maguregui, Arieta,
Artetxe,… y me faltan algunos, quizá Garay, que se había ido al Barcelona –que
todavía no era el Barça–, Argoitia,… No sé, igual no debiera seguir. Veré cómo
termina esto.
Ese verano, yo quería tener ya los siete
años para hacer la Primera Comunión vestido de marinero, como Manolín, el nieto
de mi padrino Galeana, y ser como el primo Pedrito, que venía a comer a casa y
se traía un pucherito con su comida y me permitía hacer “la quinela” con
él.
La calle era nuestra, pues apenas había
vehículos circulando fuera de la Calle del Gral. Castaños. Las campas libres
eran nuestras canchas y empezábamos a coger directamente la merienda de los
frutales. Eso sí, siempre, cuidando de no dañar el árbol ó los sembrados
vecinos.
En la mesa, los hombres hablaban de la
victoria de “los argelinos”, y yo no sabía qué ó quienes eran. Con los hombres,
solía asistir a los conciertos dominicales de la Banda Municipal en la Plaza
del Solar. Luego dejé de ir. No recuerdo porqué. ¿Rebeldía?
En todo un verano, hay mucho tiempo para
jugar, y sobre todo, recuerdo que nuestro escenario de esparcimiento se apartó
un poco de la calle. Allí encontramos a “El bigotes”, nuestro diablo particular
pues era el vigilante de las obras del edificio de la C/Araba nº1, en la
esquina con nuestra calle. ¿Porqué?, porque no nos dejaba jugar en los montones
de arena y grava que usaban para los morteros de la obra.
Jugábamos a reproducir las Olimpiadas de
Roma: las carreras, en la calle; los saltos de altura y longitud cuando
podíamos en nuestras difíciles incursiones al montón de arena de esa obra, en
la que Goiri era el encargado, pero no nos perseguía.
También contribuía el ambiente atlético
que creaban las competiciones de aficionados en el vecino Campo de San Roque,
con su pista de ceniza. Allí pudimos ver a un tal Miguel de la Quadra Salcedo
lanzando la jabalina al estilo vasco, rotando y soltando. Y a otro atleta
llamado Ignacio Sola, con su pértiga, saltando muy alto.
Teníamos fábrica de gaseosas en nuestra
calle, Sirimiri, que repartía con un viejo camión que se arrancaba a golpe de
manivela. Ese, el taxista de los coches americanos -no recuerdo su nombre- y el
camión del frutero Miñon, eran de los pocos vehículos que nos disputaban la
calle. Aparte, Bastida repartía carbón y Herminio, paquetes, con carros tirados
por burro, ¿ó viceversa?, pero la calle era suya también, sobre todo porque, a
veces, nos permitían subir al carro.
Continuará…
Martintxu
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