Este nuevo relato de los recuerdos de Regina Fernández Larrain, lo podemos ilustrar con un fragmento de
una foto perteneciente a los fondos de la Autoridad Portuaria, cuyo paisaje nos
describe la autora: a la izquierda los palangreros, las escaleras con niños bañándose
sin taparrabos, las rocas donde se podían coger karramarros y a la derecha “los
pilastres” donde tuvo lugar la aventura que recuerda:
En el dique, los que tenían que hacerse a la mar, encarnaban
sus palangres y los trozos de reinal que sobraban los tiraban y Maite y yo,
como tantos otros críos que hacían lo mismo, solíamos cogerlos y con algún
anzuelo que encontrábamos, o sin él, y un poco de carnada que pedíamos, nos íbamos
a la escalerilla y casi a ras del agua nos poníamos a pescar carramarros. ¡Entonces
sí que salían buenos gorringos!
También nos gustaba andar por las rocas, porque las
transparentes aguas nos permitían ver mejor los carramarros y algún que otro
pez.
Cierto día fuimos mi hermana Charín y yo a los pilastres que
hay debajo del muelle, detrás de la estación vieja, donde estaba la grúa, que
era un saliente, porque el resto del muelle, desde la rampa hasta el dique, era
muy estrecho. Con el tiempo, al desaparecer la rampa desde el embarcadero de la
plaza del Solar hasta el dique, tendría la misma anchura que el saliente de la grúa,
convirtiéndose así en un hermoso paseo.
Mi hermana tenia 10 años y yo 8 (nací en 1918), por lo
tanto, sólo éramos dos criaturas.
Como la marea estaba un poco baja, por la escalerilla que había
detrás de la estación, bajamos hasta las rocas y de allí nos metimos por aquellos
pilastres que quedaban debajo de la grúa; alguna que otra vez habíamos hecho lo
mismo sin que ocurriera nada extraordinario.
Aquel sitio nos atraía por lo silencioso y misterioso y nos parecía
emocionante poder andar entre tanto verdín, por encima del agua y debajo del
suelo por donde la gente caminaba.
De vez en cuando veíamos algún pez nadando en aquellas limpísimas
aguas y nos hacía mucha ilusión.
Sin darnos cuenta del peligro que corríamos, aquel día de
mala suerte, yo resbalé y caí al agua (recuerdo bien mi edad, porque hacia tan
solo unos meses que habíamos perdido a nuestra querida madre).
En el momento en que caí empecé a patalear y manotear y mi
hermana, rápida como el rayo, se agachó, mejor dicho, se tumbó en uno de los
pilastres transversales y se agarró como pudo, pues había mucho verdín y con su
mano libre pudo agarrar fuertemente la mía; así, tumbada en la columna y
asiéndome a la vez, se puso a gritar con toda la fuerza de sus infantiles
pulmones: ¡Socorro, socorro, mi hermana se ahoga, socorro!, así desgañitándose,
una y otra vez.
No gritó en vano pues muy cerca, a unos pocos metros,
amarraban los remolcadores el "Ayeta" y el "Alzu-mendi", y
al oír los gritos de mi hermana, un hombre de uno de los remolcadores, apareció
allí como un enviado del cielo y nos salvó. Digo nos salvó porque pienso que mi
hermana, al no querer soltar mi mano, con mi peso y el verdín que había, no
hubiese podido resistir mucho y caería irremisiblemente, arrastrada por mi,
terminando así nuestros días en las claras aguas del dique.
De esta aventura salí sin coger miedo, ni a la ría, ni a
nada.
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