Juan Fermín López Markaida en sus Vivencias del Ojillo, en la década de los 50 del siglo pasado, dedica un recuerdo a estas religiosas de la congregación Siervas de María, que hoy, ya por cuestión de edad, no están en activo.
Dedicadas al
cuidado domiciliario y hospitalario de los enfermos, era típica y de encomio,
la imagen de dos hermanas saliendo juntas del convento camino del trabajo al
atardecer, pues fundamentalmente era la noche la que pasaban con el enfermo, volviendo
por la mañana a primera hora al convento.
La gente del Ojillo
tenemos en nuestras retinas esas silenciosas siluetas vestidas de largos
hábitos negros bajando por la acera derecha de la calle humildemente. Por
aquel entonces la comunidad era boyante en cuanto a su número lo que les
facultaba para asistir también a las monjitas mayores dependientes allí
recogidas.
Según su argot
tenían muchas vocaciones, lo que les permitía atender diversos escenarios,
entre los que estaba el cuidar la espléndida huerta que tenían con hortalizas,
vegetales y flores, que no faltaban en el altar de la capilla, mantener su
poblado coro de dulces y melodiosas voces en misa, y no descuidar una cochinera
donde criaban los lechones y puercos.
Del mes de
diciembre conservo en mi memoria el olor, sabor y visión de aquellas
extraordinarias morcillas jugosas que hacían con el intestino de los chanchos. No
sé si era porque las bendecían, acaso las rezaban mientras las elaboraban o porqué,
pero eran francamente exquisitas, de txarriboda serán de las más ricas que
recuerde haber jamado nunca.
La Cilleriza encargada del abastecimiento, en
comandita con la Ecónoma del convento, mandaban a dos
connovicias religiosas, que nos trajeran a casa en platón las morcillas en
época de la matanza, en otoño avanzado, pues el camión nuestro de reparto de
vino al llegar y antes de meterlo en la lonja del nº12 paraba donde ellas, en el
nº14 y descargaban la treintena larga de pico de cigüeña, de garrafones de
vino, que una pareja de hermanas pidiendo por los puestos de los almacenistas
de la Alhóndiga Vieja de Bilbao habían recogido.
Los dejaban en
nuestras instalaciones poniéndoles etiquetas suyas del convento y para no
unirlos con los nuestros los contaban y separaban. Al día siguiente se los
llevábamos, por supuesto gratis. Así que en agradecimiento tenían esa
deferencia para con mi familia, un bonito detalle de los de recordar.
Luego ellas
solas se encargaban mediante un embudo de ir poniendo aquel vino a granel en
botellas para su consumo más operativo.
El vino que las
regalábamos, fundamentalmente lo utilizaban para obsequiar a las
visitas que recibían por aquella puerta de la derecha de la entrada a la
iglesia y para agradecer a los distintos gremios que les hacían trabajos
menores en la CASA, como ellas llamaban al convento, no queriendo cobrarles
nada y ellas correspondían de esta forma. Algo, por supuesto, utilizarían para
las comidas en el refectorio o comedor común del convento.
Años después, al final del siglo XX una madre superiora nueva, joven, suprimió la inveterada costumbre de pedir vino a la Alhóndiga.
Como "antiguo" habitante del Ojillo -desde 1973 vivíamos en el n° 13- recuerdo el constante ir y venir de las silenciosas monjas, que entonces vestían de negro (ahora creo que van de blanco).
ResponderEliminarRespecto a la foto de la derecha, que supongo es anterior a 1947 (cuando se levantó el edificio n° 12), pudiera ser la única imagen en que se muestra la Estrada de la Pajona, que transcurría entre las dos tapias que se ven en la parte inferior de la foto.
Las morcillas de mi tía lucita
ResponderEliminarQue hera carnicera en el ojillo esas si tenían fama