Días atrás, os decía que mi
residencia aquí ya va para los cuarenta años. Eso, será en mayo, y, por más que
lo intento siempre que digo "vamos a casa", o “me voy a casa”, me
refiero a que vuelvo a Portu.
Algo hay en mi cerebro, que no
actualiza la vivencia. Bueno, qué le voy a hacer, eso tiene como ventaja que,
compensando la distancia, debo guardar muchos recuerdos. Y vete a saber si
éstos son la causa de la falta de restauración neuronal.
Sí, echo de menos muchas personas
y experiencias de Portugalete. Por ejemplo la leche que repartía Petra, en
invierno, en la escuela de Zubeldia, usando una cafetera de aluminio muy
grande. Su aroma era extraño para quienes teníamos ganado en la familia y lo
arreglábamos con un sobre de TODDY, un sucedáneo del COLA-CAO, más asequible en
precio, que se ha perdido del mercado español de polvos a base de cacao.
Pero no añoro, por ejemplo, una
clase de escuela bajo la vara de Don Eufronio Vidal, en la que estoy sentado
entre Toño Amo, con quien mantengo vínculos, y Jose Manuel Bustín, a quien
saludé este pasado verano, tras muchos años sin encuentro.
No echo de menos los cantos ni
los saludos y desfiles ante la exposición de la heráldica imperante en la
cabecera del pasillo principal del piso superior y no hablaré más de ello. Sí
que me referiré al canto “Venid y vamos
todos con flores a…”, dedicado a la Virgen María, entonado cada año, cada tarde
de su mes, mayo, el de las flores. Una más de las forzadas costumbres que la Iglesia
impuso tras la “cruzada”.
Oigo el sonido del silencio en la
noche portugaluja, que no era tal, sino que los ruidos en las fábricas estaban
tan atenuados por la distancia, que no molestaban al durmiente. Esa situación
cesaba con el aullido producido por los cuernos de aire que avisaban de los
inicios de jornada y turno. Recuerdo que los mayores conocían sus tonos, sabían
a qué hora correspondía cada uno de ellos, y procedían a despabilarse para
acudir a la respectiva tarea.
En el otro lado, el del sigilo,
recuerdo los mudos resplandores rojizos que reflejaban las nubes nocturnas en
el momento del sangrado de las coladas de arrabio desde los hornos altos a los
convertidores y de éstos a las cucharas.
Y me falta el espacio vacío en
las calles, cuando eran nuestras, de nosotros, de los niños, de los de El
Ojillo y de los de otras calles, la suya. En esa época, un coche era un
acontecimiento y lo más grande que se veía era un SEAT 1400, de los que tenían
redondeces en los ángulos y portaban cubiertas con una banda blanca lateral.
Esos, casi siempre, eran taxis –
aunque uno de los taxistas de Portu portaba un vehículo, siempre extranjero y
muy vistoso, que se llevaba las miradas de los varones que pasaban a su lado -,
pero también algún camión o autobús, en nuestro caso, los de las gaseosas
BERRIATÚA y SIRIMIRI, el de FRUTAS MIÑON o el autobús de ENCARTACIONES a
Gallarta.
En esas calles libres, nuestras,
jugábamos al fútbol, corríamos, y, si había pared suficiente, caso de la
Clínica Sabin, hacíamos juegos de frontón.
No usé el tranvía de la línea a
Bilbao y Santurce, el servicio fue retirado en el 59, creo. Pero mi falta de
recuerdo me ha permitido disfrutar como un niño, pasados los cuarenta, en el
tranvía de Gante, en los de Berlín y Ámsterdam, Praga, Budapest, Estocolmo,
Varsovia, Wroclaw, Cracovia, Helsinki, Viena, Innsbruck, Lisboa, Leipzig,
Bruselas,… y en el de Roma. Ahora, en Barcelona y Bilbao, también hay tranvía,
pero… ya no es lo mismo.
Recuerdo mucho la pista de ceniza
del estadio de San Roque, dedicado a los Hnos Ibarra, que no sé quiénes fueron,
pero sé que no eran de Portugalete. Ahí se cultivaba conocimiento, cortesía y
se cocía la afición. Ahí mismo pude ver (allá por 1960/61… creo) a Miguel de la
Quadra Salcedo, lanzando la jabalina estilo “barra vasca”, a Ignacio Sola,
saltando con la pértiga al foso de arena, y a otros.
Añoro los baños de agua salada en
las aguas de la ría, desde la rampa del dique, por donde, cada año, sacábamos
el ALIMAR, un bote de remos, propiedad de mi padre, para limpiar fondos y
pintar. Para entonces, años 64, 65,… la ría resultaba “sucia” y perdió
atractivo como lugar de asueto. Menos mal que llegó la primera piscina
municipal. Y ahora, cuando la ría está más limpia que entonces, no parece ya el
lugar más indicado para darnos un baño.
No olvido nuestras entradas en
las “novenas” de la capilla de las Siervas de Maria, con nuestros seis/siete
años, donde nada entendíamos, aparte del susurro devoto de las señoras que
asistían en serio. Ahí aprendí el “Tantum ergo sacramentum…” que las monjas
entonaban. No lo he olvidado. Nosotros, o sea Manu, Mikel, Mariceles, Julio,
Josi, Ali, Iñaki,… nos conformábamos con que nos dejaran estar, sin interferir
ni molestar a Don Andrés durante sus oficios, para que no nos echaran a la calle.
Sigo mañana recordando a las
personas.
MARTINTXU
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