Si alguna vez alguien me pregunta cómo empezó en mí aquella
extraña y sorprendente vocación por el cine cuando apenas había cumplido los
diez años, tendría que hablar del Gran
Cinema Ideal de mi pueblo, Portugalete.
Todos los días, al salir de la escuela, me pasaba por delante
de su imponente fachada con la escusa de ir a casa de mi abuela. Yo vivía en la
calle San Roque, arriba del todo, y desplazarme hasta el cine significaba casi
una aventura. Especialmente por el tranvía. Hacía poco que un chico algo mayor
que yo había sido atropellado -decían que las ruedas de hierro habían cortado
sus piernas con la misma facilidad que un cuchillo corta la mantequilla- y por
eso tenía prohibido cruzar las vías por mi cuenta; aquellas vías incrustadas en
el asfalto que dividían la calle principal como si se tratara de una frontera,
brillantes de lluvia en invierno o de reflejos de sol en verano. Mi madre me
había repetido una y mil veces que tenía que esperar a que el guardia hiciera
sonar el pito y extendiera los brazos en cruz para cruzar a la acera de
enfrente. Así que me detenía delante de la fachada del cine y allí me quedaba
largo rato contemplando las carteleras. Siempre anunciaban tres o cuatro
películas: la que estaban poniendo, el estreno del sábado, la infantil del
domingo y la que yo veía siempre, la de la tarde del jueves porque no teníamos
clase en la escuela.
Me fascinaba mirar las fotos de las películas -los santos,
las llamábamos entonces- y me entretenía en hilvanar una con otra buscando una
continuidad posible, o imposible a veces. Hacía mi propia película con los
pedazos esparcidos en aquellas fotografías sujetas a las mamparas de madera
porque seguramente muchas de ellas no iba a poder verlas hasta que pasasen unos
cuantos años, cuando ya los misterios hubieran dejado de serlo.
Y luego llegaba el día tan esperado, el jueves. Entrar en el
cine era como penetrar en la iglesia el viernes Santo, cuando el silencio, el
color morado cubriendo las imágenes y el olor a incienso te ponían los pelos de
punta y la saliva se secaba en la lengua. Al cruzar la puerta de cristales del Gran
Cinema Ideal mi corazón era como el motor del práctico cuando cruzaba la ría
para ir en busca de un barco desorientado. Todos aquellos carteles de chillones
colores tapizando las paredes del vestíbulo, hasta el techo, donde los dibujos
sugerían historias de amor, aventuras o guerras en lejanos y exóticos países;
los nombres de los actores extranjeros que siempre pronunciábamos mal; los
atractivos títulos con palabras que eran como hechizos, llamadas a nuestra
imaginación infantil. Todos los jueves leía cada cartel y soñaba cada película
antes de cruzar el límite del vestíbulo, allí donde me esperaba la gran
pantalla blanca, en la sala oscura.
Era un lugar sagrado donde cada jueves se celebraba una
ceremonia distinta, porque distintas eran las películas. La selva, el desierto,
la ciudad de los rascacielos, las praderas del viejo oeste, los bosques de la
edad media, la mar y los piratas... Y allí me quedaba sin preocuparme para nada
del tiempo, si era de día o era de noche, sin mirar a ningún sitio que no fuera
la pantalla, con la boca abierta seguramente, la cabeza alzada y el cuello
estirado, sentado muy derecho en la butaca. Empezaba la película, terminaba la
película y volvía a verla otra vez, todas las veces que podía. Y de nuevo
sentía todas las emociones. Hasta que llegaba el acomodador buscándome entre
las filas con la linterna encendida para decirme que mi madre me estaba esperando
en la puerta. Y ahí se rompía la magia del jueves.
Recuerdo que, por el pasillo -largo pasillo de aquella sala
tan grande-, caminaba con la cabeza vuelta hacia la pantalla intentando seguir
mirando las imágenes de las que me alejaba. Me despedía del cine. Hasta el
próximo jueves.
Después, años después, cuando hice mi primera película como
director, al acudir al rodaje el primer día, me vi de niño volviendo a entrar
en el cine de mi pueblo, aquel Gran Cinema Ideal que se esfumó con el tiempo y
en el olvido. Me vi atravesando la sala, el largo pasillo hasta llegar a la
butaca que más me gustaba, muy cerca de la pantalla, donde, para mirar las
imágenes, tenía que levantar un poco la cabeza si quería soñar.
Publicado en el Suplemento
del
Boletín de la Sociedad
de Estudios
Fray Martin de
Coscojales,
en junio de 1997.
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