jueves, 8 de abril de 2021

EL LUGAR DONDE COMIENZAN MIS SUEÑOS: JESUS YAGÜE ARECHAVALETA (1937-2012)

 


Si alguna vez alguien me pregunta cómo empezó en mí aquella extraña y sorprendente vocación por el cine cuando apenas había cumplido los diez años, tendría que hablar del Gran Cinema Ideal de mi pueblo, Portugalete.

Todos los días, al salir de la escuela, me pasaba por delante de su imponente fachada con la escusa de ir a casa de mi abuela. Yo vivía en la calle San Roque, arriba del todo, y desplazarme hasta el cine significaba casi una aventura. Especialmente por el tranvía. Hacía poco que un chico algo mayor que yo había sido atropellado -decían que las ruedas de hierro habían cortado sus piernas con la misma facilidad que un cuchillo corta la mantequilla- y por eso tenía prohibido cruzar las vías por mi cuenta; aquellas vías incrustadas en el asfalto que dividían la calle principal como si se tratara de una frontera, brillantes de lluvia en invierno o de reflejos de sol en verano. Mi madre me había repetido una y mil veces que tenía que esperar a que el guardia hiciera sonar el pito y extendiera los brazos en cruz para cruzar a la acera de enfrente. Así que me detenía delante de la fachada del cine y allí me quedaba largo rato contemplando las carteleras. Siempre anunciaban tres o cuatro películas: la que estaban poniendo, el estreno del sábado, la infantil del domingo y la que yo veía siempre, la de la tarde del jueves porque no teníamos clase en la escuela.

Me fascinaba mirar las fotos de las películas -los santos, las llamábamos entonces- y me entretenía en hilvanar una con otra buscando una continuidad posible, o imposible a veces. Hacía mi propia película con los pedazos esparcidos en aquellas fotografías sujetas a las mamparas de madera porque seguramente muchas de ellas no iba a poder verlas hasta que pasasen unos cuantos años, cuando ya los misterios hubieran dejado de serlo.

Y luego llegaba el día tan esperado, el jueves. Entrar en el cine era como penetrar en la iglesia el viernes Santo, cuando el silencio, el color morado cubriendo las imágenes y el olor a incienso te ponían los pelos de punta y la saliva se secaba en la lengua. Al cruzar la puerta de cristales del Gran Cinema Ideal mi corazón era como el motor del práctico cuando cruzaba la ría para ir en busca de un barco desorientado. Todos aquellos carteles de chillones colores tapizando las paredes del vestíbulo, hasta el techo, donde los dibujos sugerían historias de amor, aventuras o guerras en lejanos y exóticos países; los nombres de los actores extranjeros que siempre pronunciábamos mal; los atractivos títulos con palabras que eran como hechizos, llamadas a nuestra imaginación infantil. Todos los jueves leía cada cartel y soñaba cada película antes de cruzar el límite del vestíbulo, allí donde me esperaba la gran pantalla blanca, en la sala oscura.

Era un lugar sagrado donde cada jueves se celebraba una ceremonia distinta, porque distintas eran las películas. La selva, el desierto, la ciudad de los rascacielos, las praderas del viejo oeste, los bosques de la edad media, la mar y los piratas... Y allí me quedaba sin preocuparme para nada del tiempo, si era de día o era de noche, sin mirar a ningún sitio que no fuera la pantalla, con la boca abierta seguramente, la cabeza alzada y el cuello estirado, sentado muy derecho en la butaca. Empezaba la película, terminaba la película y volvía a verla otra vez, todas las veces que podía. Y de nuevo sentía todas las emociones. Hasta que llegaba el acomodador buscándome entre las filas con la linterna encendida para decirme que mi madre me estaba esperando en la puerta. Y ahí se rompía la magia del jueves.

Recuerdo que, por el pasillo -largo pasillo de aquella sala tan grande-, caminaba con la cabeza vuelta hacia la pantalla intentando seguir mirando las imágenes de las que me alejaba. Me despedía del cine. Hasta el próximo jueves.

Después, años después, cuando hice mi primera película como director, al acudir al rodaje el primer día, me vi de niño volviendo a entrar en el cine de mi pueblo, aquel Gran Cinema Ideal que se esfumó con el tiempo y en el olvido. Me vi atravesando la sala, el largo pasillo hasta llegar a la butaca que más me gustaba, muy cerca de la pantalla, donde, para mirar las imágenes, tenía que levantar un poco la cabeza si quería soñar.

Publicado en el Suplemento del
Boletín de la Sociedad de Estudios
Fray Martin de Coscojales,
en junio de 1997.

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