NOTA:
Lo que sigue, son sólo unas memorias,
parte de mis memorias.
Conmigo había otros jóvenes que
seguramente comparten todo o parte del
texto.
Es una señal de mi estima por vosotros.
Sí, me refiero a nuestros 13, 14, 15 y
16 años, años en que los adultos no nos hacían caso porque ya no éramos niños,
pero tampoco nos admitían en su círculo, porque éramos inmaduros: “las
conversaciones entre mayores son para mayores”, decían.
Años en que la rebeldía ante esa
distancia, nos empuja a buscar el refugio en la banda de amigos, una entidad
sin nombre, que perdurará, para siempre, como La Cuadrilla.
Como grupo, La Cuadrilla va tomando
posición y anidando en algunos lugares cercanos ó con un cierto imán, ya sea
por el entorno ó por el ambiente de camaradería que se crea ó que se pueda
establecer. Ya fuera el muelle, el parque, el campo de la iglesia, la propia
calle,… en nuestro caso, finales de los sesenta, es la sala de juegos de Isabel
y Guiller en el Ojillo, frente al inicio de la calle Araba (entonces 18 de
Julio).
Ya antes, hubo una sala de juegos de la
calle Guipuzcoa (entonces Calvo Sotelo), pero sólo tenía futbolines y
duró poco tiempo abierta. Mi recuerdo va para el encargado, ¿Millán? -no
recuerdo su nombre-, que pasaba el tiempo muerto comiendo algarrobas a
mordiscos, no pipas ó regaliz. Y traigo de mi memoria que intentábamos
engañarle con el truco de la peseta, que ¡había entrado, claro!, pero no se abría
la compuerta de las bolas.
Algunas veces picó. O eso nos pareció.
Ya digo que duró poco. A saber si fue a causa de las pesetas ausentes. No
fueron tantas.
Pero, en el local de Isabel y Guiller,
entrando a la derecha, había una sinfonola, una wurlitzer, en la que sonaban GET
BACK -Beatles-, TOMORROW -Bee-Gees-, los The mama´s & the
papa´s y hasta QUÉ SERÁ de José Feliciano y las máquinas de bola,
los “petacos”, colocadas en batería en el mismo lado.
En el centro, los futbolines marcando el
pasillo hacia lo profundo, hacia la zona de billares y ping-pong, donde se
citaban los más añosos, donde se fumaba a escondidas. A la izquierda de la
puerta, el mostrador, en que repartían las bolas, la tiza, los tacos, las palas
y pelotas,… y algún refresco y donde cobraban por el uso, al final de las
partidas.
Jugábamos a billar de tres bolas,
blanca, amarilla y roja, el billar francés, donde el objetivo era hacer
carambola con la bola propia. Llegaron a ser repetidas tacadas de seis
carambolas, más los expertos, y, a veces jugábamos al pierde/paga. La escasa
liquidez monetaria, a veces, nos hacía jugar por parejas - dos por bola -, pero
alguno de nosotros podía permitirse usar un taco en exclusiva. Eso sí, lo
pagaba él.
“La sala” estaba situada en tierra del
solar que fue de la clínica Sabin, en un edificio nuevo. En ese escenario,
pasábamos mucho del tiempo libre que dejan los estudios, ahí se aprendía lo que
no explicaban en casa. Y se asimilaba, no por la advertencia paterna sino por
la experiencia de la escasez monetaria en el bolsillo, que la paga semanal no
era de goma y que no se estiraba, había que administrar, repartir, la carencia.
Vamos, que vivimos los “recortes” con casi cincuenta años de anticipación.
Mi primera semanada fue de dos pesetas,
lo que llegaba para el TBO y alguna golosina. Más tarde, la edad, la inflación,
la situación general,… facilitaron que ese dinero fuera aumentando en cantidad
y con catorce/quince años ya llegaba para ir a La Florida, o a Las Llanas, al
partido; y después, para ir al cine o al Txitxarrillo y para poco más en los
días escolares de la semana siguiente.
Lo de ir a San Mamés, no estaba a
nuestro (mi) alcance, porque para eso, éramos pequeños. ¡Ah!, pero para ir al
Instituto de Bilbao desde los once años, a cumplimentar el papeleo académico, esa
misma edad no había sido problema. Eran puntos de vista opuestos y poco
entendibles viniendo de la misma persona.
El baile del Txitxarrillo fue nuestra
iniciación al contacto cercano con chicas de nuestra edad. Eso sí, siempre
vigilando que no se acercara el de la banderita para cobrarnos. No tengo muchos
recuerdos de esos bailes. Yo bailaba poco. No sé si porque todavía no me
afeitaba o porque no tenía atractivo.
El paso por los 16/17 años, marca la
separación casi total con la tribu familiar, la búsqueda de nuevos amigos con
un hobby, un entretenimiento compartido, bien fuera el fútbol, los sellos, el
frontón, la montaña,… y se amplía el circulo de afectos con personas de otros
barrios distintos. Esos años son los de la asistencia dominical a los guateques,
algunos organizados por sociedades, otros, privados. Algunos con luz, otros con
el fulgor de la resistencia de la calefacción que, eso sí, estaba vuelta hacia
la pared para que no nos molestara el calor.
Dando tiempo al tiempo, va creciendo el
radio de relación, hasta llegar a muchos kilómetros de casa. Un radio que,
visto en personas de nuestro entorno, no era mayor de dos kilómetros, se nos
multiplica por mil, y más, en la siguiente generación.
De eso, no hablábamos en las tertulias
que hacíamos en el asiento de la izquierda de la puerta de la Sala, donde
asentábamos nuestros culos para charlas a la fresca y, en esas chácharas,
hablábamos de futbol, de la liga que organizaba Javier Ayus -que publicaba LA
PRENSA, una hoja ciclostilada con los resultados de los partidos entre
equipos de los diferentes barrios-, de las novias que nos esperaban, de las
trastadas que habíamos hecho y los castigos que nos habían acarreado, del
precio de los cigarros sueltos en el puestillo de TAL, de lo buenos que eran el
ANTILLANA, el CARABELAS, el rubio CHESTER o el mentolado PIPER,… vamos, de lo
que entendíamos, temas culturales dentro de nuestro alcance.
En Portugalete, en Abaro, también estaba
la Sala de Juegos de Desi. Algún rato ya pasamos en ella, si. Eran los 16 y 17
años y nuestro tamaño era aceptable para acceder a ella. Además, por la
cercanía del Cine Java, nos venía muy bien para pasar los ratos previos a la
película que queríamos ver ese domingo.
El Java era algo más caro y pedía mayor
sacrificio al bolsillo, por lo que las partidas de billar en ese lugar no
pudimos prodigarlas tanto. Era un salón de billares más que una sala de
petacos. De ahí, recuerdo que, en la sinfonola, sonaban incesantemente los Fórmula
V -CUENTAME-. No sé si por afición de la clientela ó del encargado.
Hubieron pasado muchos días y, llegados
los 18, ya vendíamos la imagen de mayor, por lo que dejamos de frecuentar esos
sitios. Lo cual no quiere decir que cesáramos para siempre en jugar la partida
de billar; simplemente, cambió el enfoque: llegó un momento en que mi
alejamiento hizo que la Sala de Juegos se convirtiera en lugar de encuentro
para una partida de nostalgia a mi vuelta.
Bien, para finalizar debo decir que
relacionarnos en esos recintos no hizo de nosotros un grupo de pandilleros. Ese
era el miedo de nuestros padres. No lo fuimos.
MARTIN
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