Luis García llegó, un día, a Sestao, en busca de trabajo.
Venía de Burgos, de donde trajo, por todo bagaje, una muda en mediano estado,
una mujer recién casada y un orgulloso conocimiento de las glorias de su pueblo
natal. En su nueva residencia le fue propicia la fortuna, y pronto le carcajeó
como en tarde de circo. Halló trabajo suave y bien remunerado, y su compañera
le ofreció la primicia de un hijo rubio que no lloró al nacer, como si tuviera
la seguridad de que la vida no había de guardarle dolores. El día del
natalicio, la Ría, desbocada, soltó las amarras de varias embarcaciones, y los
convertidores de la Fábrica pintarrajearon el Cielo, poniendo en rojo la primera
fecha de su calendario. Así es el comienzo de los grandes hombres.
El padre, buen vidente, dióse
pronta cuenta de todo y exclamó sentencioso:
– Mi primer hijo, entroncado en
Burgos y nacido frente a la Ría en día semejante, tiene que ser, por fuerza,
heroico y marinero.
Y dispuesto a cultivar este sino
favorable de su retoño, lo bautizó con el nombre de Sindbad. Sabía muy bien el lastre que suponía para un marino audaz
el llamarse García.
Sindbad creció; mes tras mes fue el tiempo quitando las hojas de su
almanaque. Y llegó un día en que, hecho casi un mozo, tuvo necesidad de ingresar
en la escuela. Lo acompañó su padre, lo presentó al Maestro y le hizo a éste
las recomendaciones pertinentes; lo que le interesaba al chico, era la cosa de
mar; la ortografía y los números, para otros; que para entrar al abordaje no
hace falta mucha contabilidad. Y el buen Sindbad
empezó, bajo la tutela del Maestro, a hacer su primera cultura. Pasaron los
días y, contra lo que creía su progenitor, no llegó a ser precisamente el
terror de los demás muchachos. Le faltaba bastante; hasta el punto de que le
quitaban airadamente la merienda, lo hacían responsable, ante el Maestro, de
los tinteros que robaban ellos, y como era muy rubio y muy fino le llamaban Sindbadito.
El primer día que lo llamaron a
la puerta de su casa por este cariñoso diminutivo, hubo una tragedia familiar.
Su padre se puso frenético y gritaba loco, como Capitán Pirata en día de
abordaje:
–¡Sindbad! ¡Coge el hacha de combate y entra a fondo! Que un nieto
del Cid que ha salido marinero merece más respeto.
A pesar de los buenos consejos
paternales, Sindbad no consiguió
llegar a ostentar el nombre dignamente. Cada día más débil y modoso, parecía
más bien un aprendiz de confitería que un pirata. Pero las cosas no dependen
del juicio de los hombres, y contra todos y contra sí mismo, tenía que ser marino
porque para eso había sido bautizado pomposamente y nacido frente a la Ría, en
un día terrible. Su padre, al menos, opinaba así.
Pasado algún tiempo, y después
de largas gestiones, el burgalés consiguió para su hijo, un puesto en un
gánguil de Altos Hornos. Se podía decir que estaba ya sobre la marcha. El hecho
era magnífico. Y como no podía menos de ocurrir, la noticia se recibió en la
casa jubilosamente. Corrió el vino, sin regateo, sobre el mantel de las solemnidades,
y el excelente García gritaba alborozado:
–Veréis cuando lo sepan en
Burgos ¡Menudo revuelo! ¡Hasta en la Diputación se ocuparán de ti! El primer
marino de la provincia.
Y el pobre chico, tímidamente, asistía un poco desconcertado al
entusiasmo espectacular del autor de sus días, pensando que quizá en el fondo
tuviera algo de temerario nauta sin haberse enterado.
El día de embarcarse llegó por
fin. Provisto de todos los enseres de modesta marinería, Sindbad subió al gánguil dispuesto a encabezar el primer capítulo
de su odisea. Como es natural, este día su padre no fue al trabajo. Se quedó en
casa, y, desde la ventana, que dominaba el Cielo y la Ría, miraba
alternativamente a ambos telones, y hablaba a su mujer:
– No tiene el chico mal día. Si
no sopla el Noroeste, creo que arribará felizmente. Estas cosas de la marinería
son cosas de suerte, pero de todos modos el muchacho está preparado.
Y después consultaba un
barómetro, sacaba la tabla de mareas y volvía a repetir a su mujer la misma
cantinela. Así, un poco inquietantes, pasaron varias horas, y cuando menos lo
esperaban, el terrible Sindbad hizo
su aparición en la casa, tambaleante, lívido, hecho un guiñapo. Su madre, al
verlo, gritó confusa y alarmada, y su padre, desconcertado también, le preguntó
severamente:
– Pero qué, ¿vienes de náufrago?
Sindbad no podía responder. Al fin hizo un esfuerzo, y la sala
familiar oyó una confesión vergonzosa. Se había mareado; el barco se movía
bastante, y como él no tenía costumbre de navegar...
Para su padre la noticia fue
algo espantoso, insospechado. Veía la carrera heroica y temeraria de su hijo,
destruida; su nombre, repleto de abolengo, por tierra y arriado, vergonzante,
el pabellón de Burgos, la monumental e histórica Ciudad, la sin mancha. Y todo
de una vez, como obra de una horrible pesadilla. Pero esta situación no podía
prolongarse con decoro, y Luis García reaccionó, en seguida, y preguntó inquisitivo:
–Bueno, ¿y qué ha sido?
–Nada, que me mareao.
–¿No es más que eso?
–Sí; que el Patrón me ha dicho que
tenía miedo, y, que como no sirvo, que no vuelva más.
–¿Que no sirves? ¿Que tienes
miedo? ¡Mentira! ¡Envidia que te tienen! Está bien, mañana te compraré un bote.
***
Un bote blanco, como una caja de
clínica, sentó su campo en la Ría. Movíase perezosamente, a empujones de unos
remos manejados con torpeza. Se le veía en Luchana, en Orconera, en Erandio,
irritando con su blancura a sus vecinas las gabarras. Lo llevaba Sindbad con un aire terrible de marino
que había conseguido infiltrarle su padre: una pipa humeante de lobo de mar, y
un sudeste, aunque el Sol hiriese en el espejuelo del bote. Hecho patrón, de
una vez, había adquirido la prestancia de quien ha saltado el alambre de todos
los paralelos. Paseaba por la Ría como si fuera un superviviente de la
tripulación de Elcano. Para él no tenía peligros la marinería: los tritones del
Pacífico eran modestos mubles que no entorpecían su carrera; los barcos piratas,
sencillas lanchas sin más armas que inofensivas jibioneras; las corrientes del
Estrecho, vientecillos capaces de hinchar la vela, nada más. Para él no había
nada temible. Pero cuando algún día soplaba fuerte el Noroeste se quedaba en
casa para contar a sus padres, su última aventura. Y como un marino empedernido
solía empezar sus historias, diciendo:
–Estaba a la altura de la
Vizcaya, o navegaba bordeando la Orconera...
Se hacía un silencio profundo.
Se le acercaban emocionados los padres, y él continuaba:
–...Cuando me pidió paso un barco
con pabellón danés. Era amigo mío el Capitán. Comimos juntos no sé dónde, quizá
en Deusto. Y su madre, atemorizada por la intrepidez del chico, le solía decir:
–Ten cuidado, hijo mío; la mar
es muy traidora.
–Pche–, replicaba el padre–, la
embarcación es buena y el muchacho sabe de estas cosas.
–No os fiéis; acordaos del Titanic.
Y Sindbad y el autor de sus días se sonreían de la simpleza maternal.
¡Cosas de mujeres! Así se sucedieron los años normalmente sin que el hijo tuviera
tropiezo ninguno. Si el tiempo era bueno, cogía el bote y daba un paseo por la
Ría, hasta Erandio, y allí recalaba y merendaba luego en algún tabernucho. De
esta manera se fue formando su espíritu de marino, que era orgullo de su padre.
Y llegaron a convencerse de que la Ría era un mar tumultuoso, el bote, un barco
de abordaje, y el patrón el Capitán más sereno y valiente de la marinería. La
pobre madre se contagió también y aquella casa parecía el solar de todos los
nautas y aventureros del mundo. Esta morbosidad tuvo su fin heroico pues un día
leyó el padre, ya viejo, la noticia de que iban a salir de Oslo, con objeto de
explorar las regiones polares, una expedición de barcos ingleses y noruegos. Se
comentó en familia, se hicieron elogios de la arriesgada empresa y del valor de
los marinos del Norte, y el buen García, con un gesto de orgullo paternal,
dijo:
–¿Oye Sindbad qué tal estaría que fueras tú a enseñarles el camino?
–No estaría mal–, contestó sin
darse importancia ninguna–. Si a usted le parece puedo salir mañana.
Y humildemente, sin estrépito
ninguno, se decidió la marcha para el día siguiente. La madre, como sabía que
aquellas regiones eran frías, puso en la maleta del hijo tres camisetas de
lana. Y de madrugada, Sindbad soltó
el bote con rumbo a Oslo, para unirse allí a los exploradores del Polo.
Mariano Ciriquiain Gaiztarro
Portugalete,
1925.
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