Mis primeros recuerdos, de finales del siglo XIX, se remontan a momentos imprecisos de la infancia referidos tanto a Bilbao como a Portugalete, adonde íbamos de veraneo de Virgen a Virgen, de la del Carmen a la de Begoña, alargándolo casi siempre.
Para ir a Portugalete lo corriente era utilizar el vapor, el cual recuerdo perfectamente, con su cámara a popa para la primera clase amueblada con divanes de terciopelo, espejos y mesas de juego. El pasaje costaba una peseta. Entonces la navegación no era nada segura y aunque el vapor era un progreso comparado con las “carrozas” o gabarras que bajaban con la marea y subían a la sirga arrastradas por bueyes, cosa que yo no conocí, había que seguir contando con la marea, pues la máquina estaba desgastada de haber navegado muchos años entre Bayona y Dax, por lo cual le llamaban el “Manusar” o “Manuzar”, es decir el “Manu viejo”. Así que tampoco era extraño que en vez de tomar el vapor, el “Manusar”, montáramos en los coches de caballos, en los landós de los abuelos, que vivían en el caserón enorme y destartalado al lado de San Nicolás.
Solíamos salir en comitiva con el equipaje de mano, pues el pesado había sido enviado ya por el barco. Tras un viaje pintoresco, lleno de imprevistos y demoras con tanto niño y servicio, al atardecer solíamos llegar a la torre, que por virtud de los arranques de modernidad e higiene del abuelo tenía un aspecto totalmente distinto del actual.
Parecía una casa más, aunque un tanto desproporcionada, pues seguía siendo estrecha y alta. Las almenas habían desaparecido bajo un tejado como los del resto del pueblo; y el cubo de piedra, sin apenas más ventanas que troneras, había sido recubierto por un recinto cuadrado, un suplemento cuyas fachadas tenían amplias galerías y miradores donde se hacía la vida. El resto estaba encalado. El afán de progreso del abuelo le había llevado a convertir la vieja torre en un adefesio, aunque eso sí, ventilado, soleado y habitable.
En la puerta solían estar esperándonos el párroco de Santa María, el capellán, el administrador, algunos notables del pueblo, el servicio y naturalmente, los tíos. Y empezaba el veraneo. En la playa, íbamos con mamá a las casetas de “Ostende”, montadas sobre ruedas para que las arrastraran hasta la orilla del agua las parejas de bueyes que solían andar por allí. De esta forma, mamá y las demás señoras se podían meter en el agua en un santiamén, y sin apenas ser vistas, con sus trajes de baño de sarga negra o azul con trencillas rojas y blancas, pantalón hasta el tobillo y cuello marinero. Cuando fuimos un poco mayores mis hermanos y yo nos escapábamos de la torre para pasar la ría y hacer incursiones sin hacer ruido, para no alertar a los perros, por las arenas de Portugalete, que terminarían llamándose Las Arenas, para castigar la ostentación de aquellos presumidos.
Y de las fiestas de cumpleaños, santos y primeras comuniones, ¿qué diría yo?, ¿cómo olvidarlas? La víspera solía aparecer “Panfot”, también llamado “Dios”, a montar sus cohetes voladores, sus bengalas y globos. Se trataba de un tipo, maletero de profesión, con el don de la ubicuidad, de donde le venía lo de “dios”. Tan pronto estaba en el Campo Volantín como en Portugalete, o en los dos sitios a la vez, y además en la parada de las diligencias cargando bultos.
Cuando los festejos eran en Portugalete, en cuanto “Panfot” soltaba la primera traca, los perros del tío se ponían a ladrar, las criadas a perseguirlos a escobazos y mamá a recriminarle enfurecida al tío la presencia de tanto animal, momento que escogía el tío para tocar la corneta a todo pulmón. Nosotros aprovechábamos esos instantes de desconcierto para jugar al escondite en el sótano, que tenía dos pasadizos subterráneos, uno derecho a casa del cura y Santa María, el otro hacia el río, por el que nos daba miedo bajar más de los primeros pasos. Los tíos contaban que lo habían explorado con candiles antes de que se derrumbara la bóveda, encontrando dos salidas, una a este lado de la ría, la otra en la margen derecha; antiguamente bajaban por allí a sus puestos los servidores encargados de echar la cadena sobre las aguas para impedir el paso a los navíos que se resistían a pagarnos el tributo. Eso sí que sería emocionante, pensábamos, sin atrevernos a perforar la oscuridad.
Otra cosa que recuerdo son las visitas que las caseras hacían a la abuela para el pago de la renta del caserío y sus pertenencias. Venían en grupos de seis o siete, en oleadas sucesivas, con los pañuelos a la cabeza, sus vestidos oscuros de los domingos, los zapatos para bodas, bautizos, entierros y visitas a la abuela, que les martirizaban los pies. Dejaban sus grandes paraguas en la entrada, pasaban al gabinete, y la casa se llenaba para una semana de un inconfundible olor a heno fresco excremento de cuadra, vaca recién ordeñada, y manzanas maduras, pues eran ceremonias lentas que se llevaban con cuidada parsimonia.
Cada una contaba los sucedidos en la vida del caserío, del pueblo, ya se sabe: nacimientos de personas y animales, bodas con la novia embarazada de tantos meses o sin embarazar, la visita del sobrino del cura que vivía en América, y poco más, aparte de la mala cosecha, siempre la mala cosecha, cada año por un motivo diferente. Cuando terminaban de contar sus historias espoleadas por la abuela y por mamá, que les tiraba de la lengua con gran cortesía y habilidad, venía la entrega del paquete, de la cesta que contenía la renta simbólica del año: unas docenas de huevos frescos, algunos pollos, un queso ahumado riquísimo o manzanas en sazón. La abuela y mamá les entregaban regalos a su vez, para ellas y la familia, golosinas de Manucanela para los niños, tabaco para los hombres y rosarios y estampas pías para ellas, que se deshacían en elogios, «ay enebada», al igual que la abuela y mamá. Unas y otras rivalizaban en mostrar una imposible sorpresa, pues todos los años ocurría lo mismo, pero hay que ver el cariño y la campechanía que echaban a la comedia. Algunas veces la abuela recibía por medio de la doncella un misterioso recado al oído de alguna de ellas, con lo que hacía como que olvidaba abrir alguno de los paquetes, justamente el de la interesada que, dentro de montañas de papel no contenía nada. Al salir, en la despedida, que era larguísima, la autora del regalo se rezagaba ruborizada, se quedaba la última, y decía a la abuela estas palabras de ritual:
- Parkatu Andra Agurtzane mesedez, la siguiente ves vas a ver cosa fina, esta ves no hemos podido, ya sabes, la mala cosecha, y para que no digan, pues eso, paquete como todas.
Cuando la puerta se cerraba, la abuela y mamá, que habían guardado hasta el final una discreta compostura, que es lo que gustaba a las aldeanas, se echaban a reír como locas.
ANTONIO MENCHACA
(Las cenizas del esplendor)
La foto superior procedente
de los fondos de la Autoridad Portuaria,
sacada hace un siglo desde el
alto de la torre de la Iglesia de Santa María
nos muestra la mansión de los
Salazar antes de su incendio en 1934.
El dibujo inferior es obra de Goio Bañales.
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