Si el próximo miércoles los suscriptores de la Colección el Mareómetro recogerán su último título, Diccionario Biográfico Portugalujo, el pasado jueves un portugalujo notable, Javier Sádaba, que bien pudiera figurar en él a no ser porque afortunadamente todavía vive, vino desde Madrid a dar una conferencia titulada El nacional catolicismo en el Estado español y en Euskadi, que nos da pie para escribir esta entrada, dado su convicción de la necesidad de conocer nuestro pasado.
El diccionario contiene la biografía de 344 personajes, de todo tipo, a través de los cuales conocemos mejor nuestra
historia de siete siglos. Uno de ellos es Ignacio
Unzurrunzaga Trincado (1922-1940) El último ajusticiado por garrote vil,
que recuerda un episodio de la historia portugaluja de posguerra, de la que nos
habló Javier en su libro Dios y sus
máscaras. Autobiografía en tres décadas, publicado en 1993.
En su capítulo referido a los años 40, nos lo cuenta:
El episodio es atroz y contiene en sí mismo toda la ruindad y la penuria de un momento histórico: capaz de representar la quintaesencia de la posguerra inmediata. Lo he sabido por las palabras de mi tío, pero me impresionó tanto que hoy lo contemplo como si lo hubiera vivido. La historia es la siguiente:
Tres muchachos de Portugalete apalearon hasta la muerte a un obrero para robarle el sueldo. El apaleamiento y la muerte debieron ser muy brutales. Se contaba que le golpearon con una estaca en uno de cuyos extremos habían clavado un hierro. De esta forma el pobre obrero cayó como si lo hubieran guillotinado. En aquella época, por cierto, se cobraba semanalmente y en sábado. De ahí que los sábados tuvieran un aire de fiesta pagana frente a la majestad religiosa de los domingos. Los tres culpables fueron detenidos y condenados a muerte. De manera ejemplar, que era como se ejecutaba después de la guerra. Se trataba de dar un escarmiento para evitar que este tipo de actuaciones cundieran. Y sabemos que es típico de las dictaduras recurrir a actos ejemplares de terror para, así, someter totalmente a los ya sometidos. Cosa que no siempre consiguen.
Los tres condenados a muerte fueron ejecutados en lo que se llamaba «El Fuerte», un descampado bastante céntrico dentro del pueblo. La ejecución fue por garrote vil. Y a los niños de las escuelas públicas los condujeron allí para que contemplaran el triste final de los que serían ajusticiados. Para que nada faltara en el ritual, se trajo a un verdugo que, según parece, procedía de Burgos. Yo llegué a conocer a la familia de uno de los ejecutados, al que en seguida me referiré. De largo y navarro apellido, vivía en uno de los barrios más pobres de Portugalete. Una de sus hermanas, cheposa, trabajó como sirvienta durante muchos años en casa de un amigo mío que residía, por su parte y como contraste, en una de las zonas más ricas de Las Arenas. De la madre guardo un excelente recuerdo, al igual que de uno de sus hermanos, con el que no tuve más que un contacto esporádico, ya que la diferencia de edad y el hecho de que «navegara» -como entonces se decía- hacía difícil una relación más profunda.
La ceremonia estaba preparada. Apareció un cura para confesarles. Reunía muchas de las características de los curas de principio de siglo. Cantaba bien, comía mucho, su antipatía habitual se convertía en simpatía con quien le cayera en gracia o en servilismo con aquellos a los que consideraba poderosos, y no tenía ni idea de todo lo demás salvo cuatro nociones conservadoras mal aprendidas. Un hermano suyo, todo hay que decirlo, fue un excelente ciclista. El buen cura, en fin, se acercó a confesar a los tres reos. Sólo uno de ellos accedió. El mismo que lloraba desconsoladamente y pedía que no lo ejecutaran. Pero la figura de aquel lóbrego espectáculo fue el hijo de aquella familia que yo conocí, de largo y navarro apellido. No sólo no perdió la calma sino que, amparándose en el derecho legal a que se respetara su última voluntad, pidió fumarse un puro. Y se lo fumó despacio. Agotó al máximo el tiempo, de modo que el ambiente, si estaba caldeado (con el calor de la venganza humana y de esos instintos bajos que surgen, desde nuestro peor fondo, cuando el mal ajeno muestra su rostro más feroz), se heló. Mi tío sentenciaba el relato con unas palabras semejantes a éstas: cuando murió, quedó su mirada fija y desafiante clavada en nosotros.
Terrible historia, sin duda. Terrible historia que conjuga, por sí misma, todo el dolor de una época.
Es curioso que se trate del nacional catolicismo en un pueblo en el que todavía se mantiene una calle desde la época de Franco al representante local de esta ildeología , Chopitea. Más de 40 años de P.S.O.E. mandando en Portugalete y mantienen estas anomalias, lo demas son postureos o modas.
ResponderEliminarTantas veces he oído ese relato contado por mi suegro, un niño entonces y que recordaba todo con detalle increíble. Los nombres del obrero, sus familias y de los tres ajusticiados, del bar donde se bebieron buena parte del sueldo robado, etc.
ResponderEliminarJuanjo Novella