Era yo muy niño y en mi pueblo, que miraba a la mar con mas cariño temeroso que ahora, solían los marineros hacer sus lemanajes, es decir, su pilotaje práctico, en lanchas valientes como tritones.
Estos marineros los días de invierno, cuando los vientos, las lluvias y los fríos acuciaban, se revestían de grandes trajes de agua con sudestes frigios que les daba un carácter de lobos marinos, no obstante carecer de sotabarba y pipa.
Calzados de bota de agua o grandes choclos, chapoteaban y estremecían las aceras cuando bajaban a puerto para conducir a bordo al práctico.
Entonces no había turnos que la necesidad, la justicia y el espíritu de superación han introducido en su reforma más humana y equitativa.
Era de ver el pugilato que las lanchas establecían entre sí por llegar al vapor o a la barca, que esperaba fuera de la barra devoradora de los más bravos capitanes ingleses sin temor a la muerte, que algunas veces les esperaba entre los restos de otros buques náufragos.
Entonces se ganaba el pan con verdadero anhelo bíblico, como una sentencia celeste, por lo que la vida era un dolor…al que se ama y teme como a la mar.
Cuando en la baliza se izaba la bandera negra, que recordaba la de los piratas, con su calavera, estos heroicos marinos desde el antiguo castillo las peripecias de la tempestad y callaban, a pesar de ser tan habladores.
Era el silencio del forzado de luchar mano a mano, con el Golfo de Vizcaya, el insobornable.
Esas noches no se levantaba el marinero de turno a tocar la aldaba de cada tripulación, que gritando decía: ¡A la lancha ¡
Los niños nos acurrucábamos, nos arropábamos tapándonos las cabezas con las mantas, y quietos sin respirar, sudando oíamos los latidos medrosos de nuestro corazón, sobre todo si el, sereno repetía “¡Las tres y lloviendo ¡”
Las tres era una hora fatídica, más que las doce, que es la hora bruja, la hora de las citas de amor y de aquelarre.
Pero la sorpresa es aún mayor, si mayaba un gato su quejido humano.
Recuerdo que cuando los naufragios del “Sumerle” y el “Propitius”, Aldecosia que era un botero, un pescador chirenisimo, original y fuerte, se ató una cuerda a la cintura y con el inmenso Manolo Hormaza se lanzó al salvamento de los ingleses que en medio de la noche gritaban pidiendo auxilio, y sus voces llegaban o se perdían según la ráfaga de viento se ausentaba.
Estos marineros han desaparecido, los que quedan son sombras que pasan sin dejar estela de su vida, llena de inquietud, de lucha, de encantos dolorosos, que solo son gratos para referirlos al amor del hogar, pero que dejan en el alma el destello de la ejemplaridad, que salva a los pueblos.
Las regatas, entonces, podían ser de potinandis, lanchas enormes que llegaban hasta el cabo Ouessant con la brújula llena de escamas y roto el palo mayor por la galerna.
El vapor ha matado a la lancha: pero la trainera quedara siempre para recordar que hubo una raza de bogadores los mejores del mundo.
Y una fragata a toda vela correrá siempre por la mar como el fantasma maravilloso de lo que es inmortal.
La belleza del viento que canta en las jarcias su amor a las velas de los templos de la mar.
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